Cuatro armas secretas utilizadas por Hitler en la II Guerra Mundial


ABC.es

  • Los nazis dispusieron de los aviones más rápidos, así como de armas dirigidas por control remoto

Horten Ho 229

arma1--644x362

En cuanto alcanzó el poder y comenzó a desarrollar sus planes, Adolf Hitler se aseguró de integrar en las filas nazis a los mejores científicos e ingenieros. De esa manera su ejército pudo dar un importante salto cualitativo en el apartado tecnológico, fabricando sofisticadas armas que utilizaría durante la II Guerra Mundial. Algunas de ellas las conocemos a través del blog «Business Insider», donde han publicado imágenes e información de varias piezas poco conocidas del arsenal nazi.

Lo que puedes ver en la fotografía sobre estas líneas es un avión bombardero «Horten Ho 229». Podía alcanzar velocidades próximas a los 1.000 kilómetros por hora y volar a casi 49.000 pies de altura, transportando hasta 900 kilos de armas. Equipado con dos motores de turborreacción, de él se dice que fue el primer avión indetectable por radar creado por un ejército. Sin embargo, sus habituales problemas técnicos provocaron que no llegase a tener presencia regular en combate.

Goliath

arma2--644x362

En esta imagen, soldados nazis posan con una mina dirigida por control remoto, un arma conocida con el sobrenombre de «Goliath». Podía dirigirse utilizando una especie de joystick y se movía gracias a dos motores eléctricos. Era capaz de transportar casi 100 kilos de explosivos y normalmente se utilizaba para explorar campos de minas convencionales. Durante la II Guerra Mundial, los nazis fabricaron más de 5.000 dispositivos como los de la foto. Puedes verlos en acción en este vídeo de YouTube.

Messerschmitt Me 163 Komet

arma3--644x362

Este avión «Messerschmitt Me 163 Komet», propulsado por cohetes, pulverizó todos los récords de velocidad aérea en el momento de su aparición. Creado a comienzos de los años treinta, podía volar a más de 1.000 kilómetros por hora, superando ampliamente a sus rivales más poderosos. Los aviones estadounidenses de la misma época no superaban los 710 kilómetros por hora. Hitler ordenó construir más de 300, aunque precisamente esa rapidez en el aire hacía que fuesen difíciles de manejar durante las batallas.

Fritz-X

arma4--644x362

La Fritz-X era una bomba dirigida por radio. Un explosivo de más de 1.500 kilos que podía ser guiado con gran precisión hacia los objetivos marcados, lanzándose desde 20.000 metros de altura. Los especialistas del ejército aliado calculan que podía atravesar armaduras de defensa de hasta 28 pulgadas. No se fabricaron demasiadas piezas como la de la fotografía, dado que eran pocos los aviones preparados para transportarla.

La gran mentira nazi para ocultar la masacre de millones de judíos


ABC.es

  • En 1941 Hitler inauguró un campo de concentración que hizo pasar por una ciudad de vacaciones. La falacia engañó incluso a la Cruz Roja, que le dio el visto bueno
Archivo ABC El campo de concentración de Terezin fue visto durante toda la Segunda Guerra Mundial como un balneario cedido por Hitler al pueblo judío

Archivo ABC | El campo de concentración de Terezin fue visto durante toda la Segunda Guerra Mundial como un balneario cedido por Hitler al pueblo judío

Decía Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del Tercer Reich, que una mentira dicha mil veces termina convirtiéndose en realidad. Lo cierto es que no andaba desencaminado el experto en comunicación del partido nazi, pues hubo multitud de ocasiones en la que su líder, Adolf Hitler, demostró esta máxima. Una de ellas fue en la prisión de Theresienstadt, un campo de concentración checoslovaco que los germanos mostraron al mundo como un paraíso en la Tierra regalado a los judíos por el mismísimo «Führer».

Una valiente falsedad, pues en él se cometían las mismas barbaridades que en el resto. No obstante, todo formaba parte de un curioso plan cuyo objetivo era demostrar al mundo que en las cárceles alemanas no obligaban a los presos a trabajar hasta la extenuación y no se llevaba a cabo la denominada «Solución final» (el asesinato de millones de judíos y personas con alguna disminución mental). Desgraciadamente, la campaña propagandística les funcionó a la perfección y, durante toda la Segunda Guerra Mundial, el campo fue considerado un balneario ideado por los germanos para proteger a los judíos de la contienda.

A día de hoy, la campaña orquestada por los nazis para mostrar este lugar como idílico puede parecer irrealizable. Sin embargo, por entonces no había Smartphones con los que fotografiar lo que verdaderamente sucedía y, en pocos minutos, mostrar la realidad al mundo. Así pues, el plan fue un rotundo éxito. No era para menos, pues los jerarcas nazis realizaron todo tipo de maniobras de comunicación para lograrlo. Entre ellas destacaron la filmación de un documental que, presuntamente, demostraba lo buena que era la vida en aquel gueto o, incluso, la divulgación constante de que la ciudad estaba regida por judíos.

Con todo, la guinda de este curioso pastel fue puesta en 1944, año en que los alemanes permitieron a la Cruz Roja Internacional entrar en el recinto para elaborar un informe sobre la vida de los presos. Aquello derivó en una increíble farsa en la cual los germanos obligaron a los reos a mostrar a la delegación lo felices que estaban por encontrarse allí. Por su parte, los seguidores de la esvástica fabricaron escuelas y cafés falsos en el gueto para que pareciese que todos los internos tenían una vida relajada y sin preocupaciones gracias a Alemania. De forma increíble, los representantes de la organización salieron convencidos de que los rumores sobre cámaras de gas eran falsos y los germanos solo querían proteger a los judíos.

La fortaleza hecha gueto

Para encontrar el origen del campo de concentración de Theresienstadt es necesario remontarse en el tiempo hasta el siglo XVIII, época en la que el emperador José II (de quien se dice que odiaba la higiene e instauró un alto impuesto a todos los productos relacionados con ella) dominaba el Sacro Imperio.

Fue el 22 de septiembre de 1784 cuando este austríaco ordenó edificar en la futura ciudad de Terezín una fortaleza de poco más de un kilómetro cuadrado que, curiosamente, tendría una forma similar a la de la estrella de David. A este coloso -el cual estaba formado por dos fuertes rodeadas, a su vez, por altas murallas, varios terraplenes y un foso- le puso el nombre de Theresienstadt en honor de su madre, María Theresa. Su situación era envidiable, pues se hallaba a poco más de 75 kilómetros de Praga y a 2 de la ciudad de Leitmeritz.

Esta plaza fuerte hizo las veces de base militar de los Habsburgo hasta la llegada de la Primera República de Checoslovaquia durante 20 años, hasta 1938. Sin embargo, después de que Hitler se asentase en la poltrona alemana y se anexionase en nombre de la esvástica los Sudetes en 1938, en la fortaleza pasó a ondear la bandera germana.

Reinhard Heydrich, artífice de la apertura del campo de Terezin Wikimedia

Reinhard Heydrich, artífice de la apertura del campo de Terezin | Wikimedia

Ese año, los nazis instalaron en ella una inexpugnable base de operaciones para las temibles SS (las tropas más ideologizadas del Reich y, en la práctica, una parte más de las fuerzas armadas del país). «Los alemanes usaron la ciudad como base militar hasta fines del verano de 1941. En 1941, la base albergó a aproximadamente 3.500 soldados y 3.700 civiles. Prácticamente todos los adultos civiles empleados trabajaban para los militares», explica el «EE.UU. Holocaust Museum» en su dossier «Theresienstadt».

En esas andaban los alemanes cuando Reinhard Heydrich (segundo de Himmler al mando de las SS) se le encendió la bombilla en el verano de 1941 y decidió idear un «gueto modelo» en esta fortaleza. La razón era sencilla: ya se habían realizado los primeros asesinatos con gas en el campo de exterminio de Auschwitz y los nazis temían que esa infame nueva se acabase conociendo. ¿Qué mejor, por lo tanto, que crear un campo de concentración idílico para mostrar las bondades del «Führer» al mundo y contrarrestar la realidad? Eso sí, todo de forma figurada, pues no pensaban dar ni una comodidad real a los presos.

«Heydrich había tenido la idea de construir un gueto para los judíos [de la zona] con la intención de aplacar la preocupación internacional, cada vez mayor, de que los alemanes estuvieran maltratando a los judíos. En septiembre, los alemanes habían matado a tiros a más de 36.000 judíos en Kiev. […] Aunque los alemanes mantenían estas actuaciones en secreto, era difícil controlar los rumores», explica la escritora e investigadora Wendy Holden en su obra «Nacidos en Mauthausen».

Así pues, los jerarcas nazis enviaron a 3.000 judíos (todos ellos, de entre 18 y 30 años) a la fortaleza para que la «acondicionaran» para la vida de sus nuevos ocupantes. Básicamente, sus órdenes eran construir miles de literas para los nuevos ocupantes. Estos primeros grupos fueron conocidos como los «Aufbaukommando» («grupos de construcción»). Así fue como la plaza fuerte pasó a convertirse en un campo de concentración.

Un balneario cedido por Hitler

De esta forma, entre falacias y mentiras, nació el gueto modelo de Theresienstadt, el cual se dio a conocer no como un recinto en el que se pretendía encarcelar a miles de personas, sino como una ciudad de vacaciones para los judíos más adinerados. «El nuevo gueto se vendía […] como un regalo del Führer destinado a los judíos que quisieran prepararse para la vida en Palestina», explica Holden.

«Los alemanes habían anunciado y propagado que Theresienstadt sería un campamento modelo. El “regalo de Hitler a los judíos”. No lo llamaron campo de concentración, sino que sería una especie de balneario para la gente mayor, donde podrían descansar», señala, en este caso, Eva Goldschmidt Wyman (superviviente del Holocausto) en su obra «Huyendo del infierno nazi: la inmigración judío-alemana hacia Chile en los años 30».

Lo cierto es que el entorno en el que se había edificado la fortaleza invitaba a creer esta falsedad, pues se hallaba ubicado cerca de las montañas de Bohemia y en un entorno de cuento de hadas. Para lograr que pareciese un lugar de vacaciones muy exclusivo, los nazis lo abrieron en un principio solo a aquellos judíos que cumplieran los siguientes requisitos: debían ser alemanes o austríacos, tener una buena cantidad de dinero en sus cuentas, ser mayores de 75 años, haber combatido en una guerra y contar con una posición social de importancia.

Literas del campo de concentración en la actualidad Wikipedia

Literas del campo de concentración en la actualidad | Wikipedia

La idea no fue mal recibida. Y es que, al ser vista como una zona exclusiva a la que solo podían acceder unos pocos afortunados, muchos «Prominenten» (como se llamó a estos «pioneros» que decidieron pasar a vivir en esta residencia) se prestaron voluntarios para vivir en él. A su vez, otros tantos no se negaron a acudir cuando los nazis les informaron de que debían partir hacia su «nuevo hogar».

Por otro lado, el gabinete de propaganda nazi también presentó Theresienstadt como una residencia de ancianos a la que se podía acudir a cambio de ceder todos sus bienes al estado nazi, quien les ofrecía a cambio una estancia envidiable en Terezín hasta el final de sus días. Tal era la fama que se le dio a este campo de concentración entre la población que, cuando aquellos desdichados judíos hacían el viaje hasta la fortaleza, se vestían con sus mejores galas y se arreglaban como si fuesen a un banquete nupcial. Cundo llegaban allí, sin embargo, les quitaban todo lo que portaban (que pasaba a engrosar las arcas del Reich) y empezaba su pesadilla.

La verdad sobre Theresienstadt

Hitler presentaba esta fortaleza como el balneario idóneo para pasar unas estupendas vacaciones, una residencia en la que los judíos podían olvidarse de persecuciones y del horror de la guerra. Sin embargo, la realidad era bien distinta. Y es que, aunque no fue un campo de exterminio (en él no se asesinaba a los reos mediante gas) en Theresienstadt los presos sufrían todo tipo de aberraciones y, por descontado, vivían en unas condiciones deplorables. Este recinto era, además, un lugar de paso en el que los reos estaban tan solo unos meses antes de hacer su último viaje hacia los centros de asesinato masivos ideados por el Führer.

La vida de los presos en Theresienstadt era una auténtica pesadilla. Su calvario comenzaba cuando el tren que les llevaba a la zona se detenía cerca de la fortaleza. «La estación quedaba a dos o tres kilómetros del campo de concentración y era preciso caminarlos en columnas de tres o cuatro filas, llevando cada uno sus maletas a cuestas, y a veces, también a sus hijos. Si no se apuraban, ahí estaban los de las SS para empujarlos con las culatas de sus fusiles gritando que caminaran más rápido. […] Muchos de los ancianos se desplomaban no habiendo probado bocado en dos días y estando terriblemente agotados por el viaje. […] En la procesión iban también niños que no cesaban de llorar, con hambre y agotados», completa Wyman.

Cuando los desafortunados llegaban a la fortaleza, la situación no mejoraba. En cuanto atravesaban la puerta (en la cual se podía leer «Arbeit macht frei» -el trabajo libera-) se les enviaba a todos a las duchas, donde debían desnudarse. Si alguien se negaba, se le azotaba en repetidas ocasiones hasta que decidía cooperar. Posteriormente, los reos se lavaban, aunque sin jabón ni esponja, tan solo con un agua ennegrecida que ensuciaba más que limpiaba. Una vez que acaban esta absurda «desparasitación», los nazis les entregaban alguna de las prendas que había en un gigantesco montón. Nunca miraban tallas, por lo que la ropa podía ser muy grande (en cuyo caso no había problemas) o sumamente pequeña (lo que, en pleno invierno, condenaba a su portador a una muerte segura).

Entrada al campo de concentración Wikimedia

Entrada al campo de concentración | Wikimedia

Una vez dentro debían alojarse en unas habitaciones en las que, a pesar de que únicamente cabían unas 5 o 6 personas, se amontonaban hasta 40. Sin camas suficientes, muchos debían dormir en el suelo, en la buhardilla (donde el calor era insoportable en verano y el frío horrible en invierno) o, simplemente, arremolinarse en los viejos jergones llenos de chinches que los alemanes llamaban camas.

La higiene era nula, pues solo había un cuarto de baño para cada 150 personas –con lo que el hedor de la habitación era insoportable- y, para llegar hasta él, había que caminar por encima de decenas de cuerpos hacinados. Por descontado, todos debían trabajar durante horarios interminables en el campo y no podían escribir a sus allegados (a los que lo hacían, se les ahorcaba sin mediar palabra). La razón era sencilla: había que mantener la fama que tenía Theresienstadt de campo modélico.

El hambre, junto con la suciedad y las enfermedades, era otra de las compañeras inseparables de estos presos. Y es que, recibían una dieta de entre 600 y 700 calorías diarias mientras que, para sobrevivir, se necesitan ingerir entre 1.750 y 2.500. «La gente tenía hambre todo el tiempo, a menos que trabajaran en la cocina o tuvieran amigos que se desempeñaran allí. Su dieta consistía en un café muy débil en las mañanas, una sopa aguada hecha de polvos con una papa cocida para el almuerzo, un tercio de pan, dos onzas de margarina a la semana y algo de mermelada o miel», explica en su obra la superviviente del Holocausto.

En esas precarias circunstancias tuvieron que vivir los reos durante meses. Y eso, los que tenían tanta suerte como para no ser deportados a un campo de exterminio. Poco a poco, el lugar se fue llenando de seres humanos, pues se levantaron las normas iniciales y se dio acceso a todos los judíos que quisiesen. Esto provocó que, en septiembre de 1942, el gueto alcanzase su máxima población al contar en su interior con más de 53.000 prisioneros.

Por aquel entonces el lugar estaba dominado por algunos miembros de las SS y un grueso de tropas formadas por policías checos. Las tareas cotidianas estaban a cargo de un consejo de reclusos. En principio, se ideó este organismo para dar todavía más sensación de «campo modélico». Sin embargo, el grupo tenía a su cargo tareas tan crueles como idear las listas de aquellos que se marcharían para ser asesinados.

Las críticas de la Cruz Roja

Mientras las epidemias se sucedían en el campo en 1943 debido a la falta de higiene, la suerte quiso que multitud de organizaciones como la Cruz Roja comenzaran a cuestionarse qué estaba sucediendo con los miles de judíos que desaparecían día tras día en los campos de concentración. Por entonces ya había cobrado importancia el rumor de que los germanos estaban masacrando a seres humanos en estos guetos, y muchos querían respuestas.

«Los líderes daneses, desde el rey Cristián hacia abajo, insistieron en que la Cruz Roja visitara a los deportados daneses para obtener información de primera mano sobre el trato que recibían en Theresienstadt. Los diplomáticos alemanes sintieron que la posición de su país en Dinamarca y Suecia iba a deteriorarse, al punto de perjudicar los intereses alemanes. La Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) querían paz y calma en Dinamarca, y en Suecia los alemanes esperaban seguir importando los armamentos necesarios para la guerra.», explica el «EE.UU. Memorial Museum».

Tras meses de rodeos y rodeos, la Oficina Principal de Seguridad del Reich (RSHA) aceptó que la Cruz Roja visitara uno de los campos para cerciorarse de que todo iba bien. Con todo, solo pusieron una condición: Alemania seleccionaría qué campo se visitaría y la fecha aproximada. Como no podía ser de otra forma, el gueto seleccionado fue el de Terezín, pues contaba con una fama impoluta. «Deseosos de acallar tanto alboroto, los alemanes consintieron que la Cruz Roja Internacional, acompañada por militares danseses, visitara Terezín», explica Holden en su obra.

La mayor pantomima jamás creada

Después de que los jerarcas nazis informaran al comandante del campo (Karl Rahm) de la visita de la Cruz Roja, este inició la denominada «labor de embellecimiento» del campo (conocida en alemán como «Verschönerungsaktion»). «Para empezar, deportaron al Este a unos cinco mil judíos en mayo de 1944, incluidos los huérfanos y la mayor parte de los enfermos, sobre todo, los que padecían tuberculosis. Los siguieron siete mil quinientos más. Los más demacrados y enclenques fueron escondidos en las peores viviendas, situadas en la zona de exclusión, para que nadie los viera», añade la anglosajona.

Posteriormente, la operación continuó con modificaciones sencillas como el cambio de denominación de las calles del gueto (las cuales pasaron a tener nombres tan pintorescos como «calle del Lago») y la limpieza general de los edificios. A su vez, se llevaron hasta el campo de concentración varios bancos de parques cercanos que se instalaron en las calles, así como flores, que fueron plantadas a su alrededor. Finalmente, los nazis pusieron en las puertas de algunos barracones falsos carteles en los que podía leerse «colegio» o «biblioteca».

Pero no fue lo único que hicieron. La cruel creatividad de los nazis llegó a ser tal que construyeron en el gueto un parque para los niños más pequeños, llevaron hasta la zona un tiovivo y levantaron edificios tan variopintos como un quiosco para músicos, un centro comunitario y varios campos en los que practicar deporte. Por último, establecieron una ruta cerrada para los delegados de la Cruz Roja y, en las calles por las que estos pasarían, pintaron los edificios con colores chillones y abrieron tiendas en las que los reos debían vender las pertenencias que los soldados les habían arrebatado al entrar.

«Los alemanes amenazaron de muerte a los prisioneros si no cooperaban y les asignaron un papel, les dijeron dónde situarse y cómo comportarse. Les ordenaron que se vistieran con la mejor ropa que tuvieran y se acicalaran. Además, orquestaron la entrega de verdura fresca y pan recién horneado», añade la investigadora. La visita se sucedió el 23 de junio de 1944, pocos días después del Desembarco de Normandía y cuando el régimen alemán empezaba a tambalearse. Que todo saliera a la perfección era de vital importancia para los hombres de Hitler. Y es que, si se descubría lo que pasaba realmente en aquellos lugares, el mundo cargaría sobre ellos con toda su fuerza.

La visita fue perfecta para los nazis, quienes todavía se guardaban una maniobra para convencer al mundo de que Terezín no era ningún campo de concentración, sino un lugar de retiro para los judíos.

«El Ministerio de Propaganda del Tercer Reich, dirigido por Joseph Goebbels, filmó la visita, que duró seis horas, y añadió imágenes de escenas amañadas con la intención de producir y enseñar al mundo una película titulada “El Führer regala a los judíos una ciudad”. Los fragmentos, editados con sumo cuidado y acompañados por música alegre […] ofrecían imágenes de mujeres y hombres sanos que trabajaban fuera del gueto, en herrerías, alfarerías y estudios artísticos. Aparecían fabricando bolsos, cosiendo, o realizando trabajos de carpintería y, cuando finalizaba su jornada, caminaban cogidos de la mano en dirección al gueto para disfrutar de actividades de ocio como leer o hacer punto», añade la escritora.

En esta película no faltó nada. Goebbels, haciendo alarde de todo su ingenio, ordenó que se grabara a los presos jugando al fútbol dentro del gueto, a niños comiendo pan recién hecho con chocolate (algo que no habían tomado en años), a parejas de enamorados haciéndose arrumacos en las calles e, incluso, a cientos de personas disfrutando de un concierto  (el «Requiem de Verdi», concretamente) con una taza de té en la mano y vestidos de punta en blanco.

Una de las partes más curiosas de este documental fue en la que se obligó a los presos a sentarse en un supuesto restaurante para que la cámara tomase imágenes de ellos bebiendo café. Desde fuera todo parecía alegría, aunque había detalles que llamaban la atención para un ávido observador. El ver hombres y mujeres demasiado delgados bajo trajes de etiqueta o niños devorando ansiosamente su merienda (llevaban meses sin comer) eran solo algunos de ellos.

Un éxito para los nazis

Aunque los presos esperaban que la comitiva (en la que se destacaba Maurice Rossel como representante de la Cruz Roja Internacional) se percatase de aquellos imperceptibles fallos de guión, no tuvieron esa suerte. Por el contrario, el informe de la comitiva, con una extensión de 15 páginas y entregado en julio, fue totalmente favorable al campo y a su forma de actuación.

Todo ello, a pesar de que el comandante alemán se negó a hablar durante la visita de la mortalidad de los judíos en el gueto. «No forma parte de la visita», se limitó a espetar, tal y como afirma la Universidad de Vanderbilt en su informe «The greatest show on Earth: A study of the Red Cross front row seat at the stage of Theresienstadt». Lo mismo sucedió con la comitiva danesa, que habló del «paraíso judío en la Tierra» en su posterior informe sobre la ciudad.

Rossel se deshizo en elogios hacia aquel centro de reclusión, del que le sorprendió que se autoabasteciese sin necesidad del exterior. También habló positivamente de la comida que recibían los judíos, afirmando que no les faltaba de nada y podían disfrutar de manjares como queso, mantequilla y huevos. En su informé explicó a su vez que todos los presentes estaban bien vestidos, disfrutaban de buena salud y apenas trabajaban dos horas al día (por lo que podían dedicar el resto a descansar).

«En general, no deportarán a otro lugar a ninguna de las personas que han traído aquí, explicaba el representante de la Curz Roja. Por otro lado, también señaló que los alojamientos estaban «bastante bien» y eran «relativamente confortables». La conclusión fue tajante: «Nos sorprendió muchísimo descubrir que el gueto era una ciudad donde se desarrollaba prácticamente una vida normal. Esperábamos encontrar algo peor».

El anzuelo había sido mordido. Pero… ¿Qué sucedió con los reos tras la marcha de la comitiva? Tras vivir el que, según dijeron muchos supervivientes tras la contienda, fue el mejor día de sus vidas en Terezín, tuvieron que hacer frente a las consecuencias. «Después de la visita, los alemanes destruyeron, desmantelaron o se llevaron todo lo agradable y atractivo que habían dispuesto. Terezín y sus encarcelados volvieron a su anterior estado ruinoso e incluso redujeron las raciones durante dos días por la comida “adicional” y los lujos que les habían permitido», añade Holden.

Muchos de los niños y adultos que participaron en esta pantomima fueron deportados a Auschwitz en las jornadas siguientes (hasta un total de 5.000 personas) para evitar dejar rastros de lo sucedido.

León Degrelle, el nazi que Hitler quiso como hijo y que huyó a Madrid tras la guerra


ABC.es

  • Belga de nacimiento, noveló su biografía en la capital; marcada por ser adoptado por una sevillana que lo convirtió en español
 abc León Degrelle, a la derecha, como oficial de la Legión Valonia (unidad adscrita a las SS alemanas)

abc | León Degrelle, a la derecha, como oficial de la Legión Valonia (unidad adscrita a las SS alemanas)

«Si tuviese un hijo, me gustaría que fuese como usted», le dijo Adolf Hitler a León Degrelle en agosto de 1944, durante la entrega de la Cruz de Caballero con Hojas de Roble –Ritterkreutz–, un distintivo militar único en el III Reich. El susurro, cómplice al oído, era si cabe un reconocimiento aún mayor que el de la propia medalla otorgada; superior a la consideración castrense, próximo a la devoción. Este episodio, como otros análogos, la mayoría desarrollados en España, fueron novelados por Degrelle, su protagonista principal, en un piso de la madrileña calle de Santa Engracia; una suerte de museo nominal en la que exponía sus condecoraciones y objetos históricos, resultado último de una biografía que tuvo a Madrid como escenario fundamental.

León Degrelle (Bouillon, Bélgica, 1906) fue un oficial de la Legión Valonia –unidad extranjera adscrita a las SS alemanas– que, fundador del rexismo, rama del fascismo en Bélgica, destacó como mando en la Segunda Guerra Mundial. Su historia, en cualquier caso, alcanza nuevos límites más allá del campo de batalla, siendo estos los más interesantes, con una relación notable con España y con diferentes personalidades del franquismo. Así, su crónica vital, marcada tanto por la supervivencia como por la impunidad, arranca en la playa de La Concha, en San Sebastián, coetáneo con la rendición de Alemania ante los Aliados.

Afortunado, se encuentra en Oslo en el momento de la toma de Berlín, por lo que su plan de escape es viajar hasta España para esconderse. La afinidad ideológica, como es evidente, marca su destino. El primer problema, sin embargo, surge cuando en su intención de esquivar los antiaéreos franceses, el depósito del aeroplano agota su capacidad, con un aterrizaje forzoso en la costa guipuzcoana que acaba con el avión estrellado.

Huida a Madrid

Según sus memorias, recogidas en un diario en 1982, permanece un tiempo en el Hospital Mola de San Sebastián hasta que Francisco Franco quiere devolverlo a Alemania; pretensión frenada con un órdago que, escribió Degrelle, tocó el orgullo del dictador: «¡Qué poco vale la vida de un cristiano!». Sus palabras, sea este u otro el motivo, provocaron que Franco dejara en el germanófilo Ramón Serrano Suñer el asunto, con una respuesta inmediata.

Así se organizó una escapada falsa, de la que se hizo eco la prensa internacional, en la que se daba a León Degrelle por desaparecido. Su ubicación no era otra que Madrid, en un piso de una pareja de jubilados. Allí permaneció oculto durante más de un año, en un cuartucho sin luz ni ventilación. En su biografía, narra que en ese tugurio se enteró de la muerte de sus padres, con la consiguiente crisis de salud. Con fuertes hemorragias y «la constante sensación de morir», decide entonces cambiar la capital de España por Málaga. En la Costa del Sol entra en contacto con el ministro José Antonio Girón a través del cónsul alemán Johan Hoffinan; primeros renglones del capítulo más rocambolesco de su vida.

Adoptado por una sevillana

La perseguida tranquilidad desde 1945, declarado desde entonces como criminal de guerra, llegó inesperadamente para Degrelle en Constantina, un pequeño pueblo de Sevilla. Bélgica solicitó su extradición para juzgarlo por sus crímenes pero no encontró la respuesta esperada de parte del gobierno español, por lo que tras un proceso en el que intervino como notario su amigo –personal e ideológico– Blas Piñar, logró la nacionalidad española una vez adoptado por Matilde Ramírez Reina, una mujer con la que entabló amistad años atrás. Este nazi belga, reconvertido en andaluz, se jactó en sus memorias de dicha situación, pues tomó sus nuevos apellidos con varios nietos en vida.

Ya como León José Ramírez Reina, su nuevo nombre, escribió su vida en catorce volúmenes, en el piso de la ciudad que otrora le permitió esquivar a la horca. Hablaba entonces de una vida novelesca, de película, que acabó en Málaga en 1994. En la capital andaluza agotó sus días escribiendo y eludiendo las acusaciones de tráfico de obras de arte; algo por lo que, sin llegar a probarse, tampoco pagó.

Hardy Krüger, el soldado nazi que triunfó en Hollywood


web

  • El actor alemán perteneció a las SS, combatió del lado de Hitler y fue capturado por los aliados, hasta que escapó y acabó protagonizando películas junto a John Wayne
Hardy Krüger, en una escena de «Un puente lejano» (1977)

Hardy Krüger, en una escena de «Un puente lejano» (1977)

En los tres años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se calcula que fueron expulsados de diversos países europeos entre 12 y 14 millones de alemanes. A lo ojos del resto de mundo representaban el Estado que había traído la muerte, la destrucción y la ruina al resto del planeta, con un conflicto que le había costado la vida a más de 50 millones de personas y un Holocausto que acabó con otros seis millones más. El odio llegaba a tal punto que, incluso, nadie quería ver en sus películas a actores germanos, muchos de los cuales habían combatido, además, del lado de Hitler.

Entre ellos, sin embargo, hubo un caso sorprendente y único, el de Hardy Krüger. Este actor logró superar su pasado nazi como miembro de las SS y como soldado del Tercer Reich, para convertirse en el primer actor alemán en protagonizar películas en Londres, París, Sydney, Moscú y Estocolmo, llegando a triunfar en Hollywood.

Hardy Krüger nació en Berlín el 12 de abril de 1928. A los 13 años, como le ocurría a la mayoría de chicos de su edad, fue reclutado por la Juventudes Hitlerianas («Hitler Jugend»). Seleccionado por sus maestros y líderes estudiantiles, el pequeño y delgado berlinés recibió la orden de unirse a la Escuela de Adolf Hitler en el Ordensburg Sonthofen, en Baviera. Sus padres, admiradores ávidos del Führer, consideraron aquello un gran honor, pues no era fácil ingresar. Tenía 15 años entonces y había comenzado la Segunda Guerra Mundial, cuando fue contratado para interpretar su primer papel en el cine, en la película «Joven águila».

Su debut en el cine

El azar quiso que su director, Alfred Weidenmann, diera con aquel divertido joven en el más improbable de los lugares: detrás de las paredes grises de la Escuela de Hitler. Casi sin darse cuenta, y sin ser consciente de que aquello cambiaría su vida, Krüger se vio rápidamente en un tren camino de Berlín.

Weidenmann cogió cariño al muchacho, naciendo una amistad que duraría toda la vida. El famoso director de cine alemán era un hombre de dos caras. Por un lado, era capaz de mostrar una sonrisa que iluminaba cualquier sala mientras hacía el saludo nazi absolutamente convencido y, por otro, daba refugio a cualquier judío que se encontrara en su camino para evitar que acabara en una cámara de gas o en un campo de concentración.

De hecho, «Joven águila» fue una producción del Tercer Reich encargada directamente a Weidenmann, en la que, sin nombrar al Gobierno nazi, se inducía a la población más joven a que considerara trabajar en la fabricación de aviones a una edad temprana. Sea como fuere, si un largometraje de este calibre, en lo que a presupuesto y apoyos se refiere, se hubiera rodado en otra época o país, la carrera cinematográfica de Krüger, probablemente, habría despegado.

De las SS a la rendición

Sin embargo, no eran tiempos para el ocio y el joven actor tuvo que regresar a la Escuela de Hitler de la que le habían sacado para el rodaje. Menos de un año después de su estreno, el joven actor fue reclutado también por la Wehrmacht (Ejército alemán) y, a principios de 1945, incorporado a la 38ª División de los Granaderos de Nibelungen de las SS. Se trataba de la última división que los nazis crearon en la Segunda Guerra Mundial, cuyo nombre hacía referencia a la pieza musical del poema medieval del «Anillo de los Nibelungos», compuesto por Richard Wagner en el siglo XIX.

En los primeros días de abril de 1945, la división de Krüger se incorporó a las batallas que el Ejército alemán mantenía con los estadounidenses en el Río Danubio. Las tropas de Hitler establecieron una línea de defensa de 20 kilómetros entre Kelheim y Vohlgurg, que después tuvieron que extender 15 kilómetros más por la falta de refuerzos. Aquel despliegue fue una locura, pues dejó mucho terreno desprotegido y los aliados pudieron arrasar con todo el territorio fácilmente. A los germanos no les quedó otra opción que retirarse.

A partir del 1 de mayo, Krüger y los suyos se enfrentaron con los norteamericanos en varias ocasiones, sufriendo los alemanes un número elevado de bajas. El joven actor se encontraba entre los pocos supervivientes que quedaron cuando el nuevo Jefe del Estado, el almirante Karl Doenitz, ordenó el alto el fuego y la rendición. Hardy Krüger se entregó y, con el resto de sus compañeros, fue hecho prisionero. Algunas biografías cuentan que, durante su cautiverio, intentó escapar tres veces y que lo consiguió en la última, poco antes de que se decretara el final de la guerra. Otras fuentes dicen que fue liberado.

Años más tarde, Krüger aseguró que «odiaba el uniforme nazi». Durante el rodaje de «Un puente lejano» (1977), donde interpretaba a un general de Hitler, cuentan que se ponía una capa superior sobre su traje de las SS nada más acabar cada toma. «No quería recordar mi infancia en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial», comentó sobre la anécdota.

Su carrera como actor

Tuvieron que pasar cuatro años, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, para que Krüger volviera a actuar. En 1949 participó en tres películas. En los siguientes diez años, hasta que fue descubierto por Joseph Arthur Rank, rodó doce más, algunas de las cuales tuvieron su hueco en ABC, como a «Dos caras del destino», con Weidenmann de nuevo. Fue entonces cuando este distribuidor inglés le consiguió incluir en el reparto de tres largometrajes británicos, protagonizando alguna: «El único evadido» (1957), «Bachelor of Hearts» (1958) y «Cita a ciegas» (1959). En todos, curiosamente, aún era presentado como un actor extranjero y no alemán.

Aunque ese sentimiento de odio hacia lo germano aún estaba presente en la Europa de la posguerra, Hardy Krüger acabó abriéndose camino y convirtiéndose en uno de los actores favoritos del viejo continente, a pesar de su pasado nazi. Su pelo rubio y sus ojos azules le ayudaron, efectivamente, a que le ofrecieran papeles de soldado alemán, tan habituales en las películas bélicas de la época.

Aquello le allanó el camino para su primer papel en Estados Unidos, nada menos que como protagonista de una película junto a John Wayne, «Hatari!» (1962), que cuenta la historia de un cazador que recorre el mundo capturando animales para venderlos a los zoológicos, y que reúne a un equipo para marcharse a las llanuras de Tanganika (actual Tanzania), en busca de cebras y jirafas.

En la cima

La carrera de Krüger estaba en lo más alto. Había conseguido hacer una pequeña fortuna que le dio para comprarse una propiedad en las tierras de Tanzania, donde había rodado junto a Wayne. Allí construyó una casa para él y un hotel de bungalows, que mantuvo hasta 1978. En aquel año, una noticia del diario alemán «Nashua Telegraph» anunciaba que el actor se mudaba a Estados Unidos para continuar su carrera cinematográfica.

Su fluidez con el alemán, el inglés y el francés era muy apreciada por los productores europeos y estadounidenses. Eso le ayudó a ser más selectivo con los guiones y participar en coproducciones internacionales de mejor calidad. Ganaba el dinero suficiente como para dedicarse a escribir e iniciar también su carrera como escritor, publicando más de una docena de libros.

A sus 87 años, Hardy Krüger es hoy considerado uno de los actores más importantes de la historia de Alemania y Europa. Su pasado en las juventudes nazis y como soldado de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial es una mancha aborrecida por él y no tenida en cuenta por el público. Tanto es así que ha recibido varios premios en su país de origen por su carrera como intérprete, tales como la Legión de Honor en grado de Oficial, en 2001, y el Premio Bambi por su trayectoria profesional, en 2008. Y por si no fuera suficiente, es hoy el único actor alemán que, a excepción de la actriz Hildegarde Neff, ha protagonizado una obra en Broadway.

El ejército de prostitutas nazis ideado para luchar contra las enfermedades sexuales


ABC.es

  • Durante la contienda, las tropas alemanas contaban con decenas de lupanares regidos por el gobierno que debían pasar un «control de calidad» para evitar la propagación de la sífilis y la gonorrea

    Archivo ABC Hitler, sabedor de la importancia de las ETS, fue uno de los ideólogos de los prostíbulos de campaña

    Archivo ABC
    Hitler, sabedor de la importancia de las ETS, fue uno de los ideólogos de los prostíbulos de campaña

Cazas a reacción, bombarderos, explosivos, fusiles enemigos… Las causas que podían matar o herir a un soldado durante la Segunda Guerra Mundial se podían contar por cientos. Sin embargo, en esta contienda había también otro tipo de dolencias que solían provocar más bajas que las propias balas. Éstas eran peligrosas enfermedades de transmisión sexual tales como la sífilis o la gonorrea, las cuales incapacitaban a todo aquel combatiente que hubiese decidido pasar un buen rato con las lugareñas tras tomar algún que otro pueblo o ciudad.

Es por ello que, además de dedicar sus esfuerzos y sus recursos a la creación de súper armas capaces de borrar un avión del cielo en pocos minutos o hacer saltar por los aires un carro de combate enemigo, los nazis también se vieron obligados a consagrar una buena parte de su dinero a curiosos remedios para evitar que los militares se infectasen mientras «echaban una canita al aire». Entre ellos destacaban los lupanares oficiales ideados por el mismísimo Hitler. Su objetivo: hacer que una ingente cantidad de prostitutas pasara un control previo por parte de los médicos nazis. Sin embargo, había otros tantos sistemas.

Esta curiosa forma de evitar el contagio de enfermedades de transmisión sexual es una de las múltiples curiosidades y datos que se pueden hallar en «Pequeñas grandes historias de la Segunda Guerra Mundial», el último trabajo del historiador y periodista Jesús Hernández.

«En mi libro recojo 250 historias que estoy seguro que sorprenderán al lector. Aunque pueda parecer que es un simple anecdotario, el libro va más allá de eso, ya que explico episodios desconocidos para la mayoría de lectores, incluso para los que ya tienen un gran bagaje de lecturas de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, pocos sabrán que los británicos, y concretamente Churchill, no hicieron nada para paliar una hambruna en Bengala que causó tres millones de muertos, ya que preferían emplear esos medios en el esfuerzo de guerra. Algunos de los datos que ofrezco ayudan también a tener una visión esclarecedora del conflicto, por lo que creo que su lectura resulta muy gratificante», destaca el autor en declaraciones a ABC.

Las ETS en la I Guerra Mundial

Puede parecer que las enfermedades de transmisión sexual no han causado una gran cantidad de bajas en los ejércitos a lo largo de la Historia, pero la realidad es bien distinta. Tal y como explica Hernández en su obra, ya en la Primera Guerra Mundial los estadounidenses tuvieron que contabilizar un total de hasta 87 bajas por cada millar de soldados debido a estas dolencias. Sin embargo, por entonces los remedios se limitaban a evitar el contacto de los combatientes con las lugareñas. Así pues, poco se hacía más allá de emitir películas avisando del peligro que corría todo aquel que se atreviera a yacer con una desconocida.

«Las autoridades militares estadounidenses fueron conscientes del grave problema que éstas ocasionaban, por lo que pusieron en práctica programas de concienciación que incluían la proyección de películas que describían los terribles efectos de la enfermedad, así como las maneras de evitar el contagio», explica Hernández en su obra. Tampoco se desdeñaban los sermones de los párrocos, quienes lucharon a crucifijo y sotana para que los militares enarbolaran la bandera del celibato. De poco les sirvió, pues aproximadamente uno de cada diez combatientes terminó con sus huesos en el hospital aquejado de alguna dolencia contraída por vía sexual.

La sífilis: la primera creadora de bajas

Hubo que esperar hasta la Segunda Guerra Mundial para que, mediante la llegada de los anticonceptivos y la penicilina, las bajas producidas por enfermedades de transmisión sexual se redujeran. No obstante, la disminución fue escasa (hasta unos 56 casos por cada millar de hombres). Un claro ejemplo de lo molestas que podían llegar a ser, tal y como señala Hernández en su libro, lo demuestra el que los soldados de la «Wehrmacht» y las «SS» acantonados en Francia durante 1940 perdieron más efectivos por culpa de este tipo de dolencias que aquellos que habían muerto en combate durante la invasión y conquista del país. Por entonces, los militares sabían perfectamente que las dos infecciones a las que debían temer tanto como a las balas enemigas eran a la sífilis y a la gonorrea.

De ellas, la sífilis era la más habitual. «El único huésped de la sífilis es el ser humano, que se infecta por contacto sexual de lesiones mucocutáneas infectadas, habitualmente de genitales y boca. Uno de cada tres contactos sexuales con una persona infectada en fase precoz resulta infectante. También es posible la transmisión intraútero o los contagios por vía no sexual, en profesionales sanitarios o transfusiones. El germen es capaz de atravesar piel o mucosas intactas, migrar rápidamente por vía linfática hasta los ganglios regionales y diseminarse por vía sanguínea, antes de producir la lesión primaria», explican los doctores J.L. Rodríguez Peralto; S. Alonso y P. Ortiz en su dossier «Dermatología: Correlación clínico-patológica».

Aquellos que tenían la poca suerte de contraerla, y tal y como señala Teodoro Carrada Bravo en su artículo «Sífilis: actualidad, diagnóstico y tratamiento», les solía provocar pequeñas erupciones indoloras en la primera fase de la enfermedad. Posteriormente, y si la dolencia no se trataba (algo relativamente usual por entonces debido que en principio no provocaba molestias) avanzaba a la siguiente fase. «En ella, se puede presentar un sarpullido en las manos o los pies, así como en otras partes del cuerpo. Los sarpullidos de la sífilis a menudo son de color rojo o café y generalmente no pican. Otros síntomas pueden ser fiebre, dolor de garganta, dolores musculares, dolores de cabeza, pérdida de cabello y cansancio. Puede ser que estos síntomas desaparezcan por sí solos», explica el «Center for disease, control and prevention» estadounidense en su dossier «Sífilis, la realidad».

Finalmente, y tras un período de incubación sin síntomas aparentes, podía sucederse la última fase de la enfermedad. Esta era la más grave y la que causaba más estragos entre los soldados, pues empezaba por producirles dificultades en sus movimientos (pérdida de las capacidades motoras) en brazos y piernas, parálisis y entumecimiento. En los casos más graves, podía llegar a generar a los combatientes ceguera, dolencias cardíacas o la muerte (la cual se sucedía, en última instancia, por las causas anteriores).

Con todo, la sífilis no era el único asesino silencioso de los soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial. La segunda enfermedad en discordia era la gonorrea, una dolencia que, aunque no llegaba a causar la muerte, podía suponer una verdadera molestia para el soldado. Y es que (tal y como explica el «Center for disease, control and prevención» en su dossier «Gonorrea, la realidad») si era contraída solía generar dolor o ardor al orinar, secreción del pene, inflamación en los testículos, sangrado y, en el caso de que no se tratase a tiempo, infertilidad.

Puede parecer sencillo evitar estas enfermedades, pero lo cierto es que la fogosidad de la soldadesca (más preocupada por andar saciando sus más bajos instintos que por acabar con el enemigo a base de fusil) hacía que fuese difícil controlar su expansión. Por ello, tanto los estadounidenses como los nazis tomaron medidas drásticas para acabar con la sangría de bajas que estaba provocando el que sus combatientes yacieran con toda aquella mujer que se prestase a ello en el frente.

Prostíbulos promovidos por el ejército

Los nazis fueron los primeros en establecer varias medidas contra las enfermedades de transmisión sexual. «El ejército alemán era consciente desde el comienzo de la guerra de que la necesidad de esparcimiento de los soldados iba a acarrear un buen número de bajas por enfermedades venéreas. La campaña de Polonia confirmó estos temores, puesto que las prostitutas locales causaron numerosos contagios entre los soldados. Por tanto, la “Wehrmacht” dispuso una serie de normativas para el control de la prostitución», explica Hernández en «Las 100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial».

Los altos oficiales del ejército de tierra fueron las encargadas de ocuparse de este asunto. Su solución no fue otra que idear dos tipos de prostíbulos controlados y dependientes del ejército. Los primeros (conocidos como los de «guarnición») eran los que se ubicaban cerca de las grandes ciudades y atendían a los combatientes que volvían de permiso del frente. Por otro lado, también se crearon una serie de burdeles «de campo». Estos se situaban inmediatamente detrás de la línea del frente y su clientela, como se puede suponer, era el combatiente que buscaba desfogarse tras haberse dado de fusilazos contra los enemigos del Reich.

Curiosamente, sus trabajadoras podían ser profesionales del sexo (a las que se pagaba) o, simplemente, pobres desgraciadas atrapadas por los nazis que no veían otra forma de sobrevivir. Estas últimas eran destinadas también a los prostíbulos oficiales de los campos de concentración. «Esas mujeres, denominadas por la burocracia militar Offizierdecke (“oficiales de cama”), podían ser prostitutas profesionales reclutadas en Alemania y los países ocupados, mujeres convictas de crímenes civiles o políticos que preferían ese servicio a realizar trabajos forzados en campos de concentración, o bien prisioneras de guerra, la mayoría procedente de los territorios ocupados en la Unión Soviética», añade el experto español en su obra.

El «sistema de trabajo» que se utilizaba era sumamente curioso y en él primaba sumamente la higiene. El objetivo era sencillo: evitar un contagio masivo. Para empezar, el soldado que quisiese pasar un buen rato entre disparo y disparo debía presentarse ante el médico del cuartel, que le hacía un examen médico exhaustivo para asegurarse de que no tenía ninguna enfermedad. Posteriormente, recibía un preservativo, un bote de desinfectante y un informe en el que dejaba constancia de su buen estado de salud antes de entrar al prostíbulo militar. En él, figuraba además el nombre del «centro» y un pequeño espacio para que la Offizierdecke pusiese su firma y su número.

«Después, pasaba a esperar su turno en la fila correspondiente. Generalmente, la espera en la fila era mayor que el tiempo que el soldado pasaba con la mujer. Antes del servicio se utilizaba el desinfectante y la mujer firmaba el pase, y a la salida el soldado debía entregar al oficial médico la lata vacía y el documento rubricado. Si no se cumplían estas disposiciones, todos se exponían a severos castigos», señala Hernández. Lo cierto es que, aunque todo el proceso era sumamente «alemán» (muy ordenado y sistemático) los combatientes acabaron aceptándolo y ayudó a prevenir las enfermedades.

Algunos combatientes dejaron constancia, incluso, del proceso que debían seguir para poder ir al burdel en las cartas que enviaron a sus familias. Uno de ellos fue un tal Erich B., un combatiente de la «Wehrmacht» que, en 1940, escribió una carta a su hija después de que esta le aconsejase «echar una canita al aire» para relajarse en el frente. Curiosamente, el padre le explicó en su misiva que –además de todo el proceso anteriormente señalado- también se les pinchaba antes y después del servicio una inyección para prevenir la transmisión de enfermedades. Una medida extrema que, probablemente, se llevó a cabo por recelo de los médicos.

«Ya he ido de buena gana para mirar, pero hay un problema, cuando acudimos a un burdel –y ya te puedes imaginar que es algo que los soldados hacen con frecuencia-, los enfermeros nos ponen antes y después una inyección contra las enfermedades de transmisión sexual. A ellos les da completamente igual si vamos a ver a una mujer o no. Pase lo que pase, nos ponen la inyección. A mi esta tarea me resultaría indiferente si después no tuvieran que andar pinchándome en la cosa dos veces. Así como ves no iré nunca, pese a tus consejos», determina el soldado de la «Wehrmacht» en la misiva (recogida en el libro «Cartas de la “Wehrmacht”».

Lo cierto es que aunque el sistema era restrictivo fue sumamente útil, pues -según los datos recogidos por Hernández en su obra- permitía a los médicos detectar rápidamente un caso de sífilis o gonorrea antes de que se extendiese, determinar cuál era su origen y, finalmente, tratar de eliminar la enfermedad del foco original. «A pesar de todas estas precauciones, entre los años 1939 y 1943, en la “Wehrmacht” se registraron 250.000 casos de enfermedades venéreas. La principal fuente de contagio era la población civil, tanto en los países ocupados como en Alemania, al ser unos contactos que escapaban a esta estricta reglamentación», añade el experto.

Con todo, los nazis no fueron los únicos que luchaban a capa y espada (o a preservativo y desinfectante, más bien) contra estas dolencias. Otro país en el que abundaban los quebraderos de cabeza debido a las múltiples que podían sufrir sus combatientes eran los Estados Unidos. La razón era sencilla: los patriotas ciudadanos norteamericanos siempre decidían que uno de los mejores negocios para poner cerca de los campamentos militares eran los prostíbulos. Eso llevó a los oficiales del «Tío Sam» a tomar una serie de medidas de urgencia para evitar los contagios.

La primera fue entregar cuatro preservativos a los combatientes. No obstante, se terminó demostrando que ese número era totalmente insuficiente, pues mucho se dejaban el sueldo en estos establecimientos. Por ello, hubo que recurrir a la «artillería pesada» (y nuca mejor dicho) y se barajó la posibilidad de prohibir el alcohol entre la soldadesca. La medida, no obstante, no fue aprobada. Y es que a Roosevelt le pareció algo impopular que podía acabar con soldados muy enojados.

Dos preguntas a Jesús Hernández

La fotografía que Hitler no querría que vieras


ABC.es

  • La instantánea, cuya autenticidad aún no se ha corroborado, muestra al «Führer» ataviado con un kimono
DAILY EXPRESS Hitler, ataviado con un kimono en el que se aprecia una esvástica

DAILY EXPRESS
Hitler, ataviado con un kimono en el que se aprecia una esvástica

 Existen cientos de fotografías de Adolf Hitler. Y es que, si el germano destacó por algo fue por ir de acá para allá con su fotógrafo personal Heinrich Hoffman pisándole los talones para dejar constancia de todo cuanto hacía. No obstante, en el año en que el mundo celebra el 70 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, se ha dado a conocer una curiosa y desconocida instantánea del «Führer» en la que apareceataviado con un kimono japonés con dos esvásticas grabadas.

La imagen ha sido desvelada en exclusiva por el diario anglosajón «Daily Exress», desde donde se ha señalado que están trabajando para corroborar que el personaje que aparece en ella es el propio Adolf Hitler. Sea como fuere, lo cierto es que el protagonista es igual que él, pues cuenta con sus facciones, su clásico flequillo y, cómo no, si bigote «de cepillo» recortado. Como no podía ser de otra forma, la imagen ha tomado las redes sociales debido al curioso aspecto que muestra el líder germano (usualmente ataviado con uniforme militar o traje y corbata).

A día de hoy, se desconoce cuándo fue tomada esta instantánea, aunque los expertos consultados por el diario creen que podría fecharse en la década de los 30. Más concretamente en 1936, año en que (antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial) la Alemania nazi y elImperio japonés firmaron un pacto para aislar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y su ferviente comunismo. La rúbrica se produjo el 25 de noviembre, el tratado fue conocido como «Antikomintern» y a él se unirían posteriormente países como Italia.

Esta imagen se suma, además, a otra que fue dada a conocer a mediados de abril y que muestra a Adolf Hitler apoyado sobre un árbol y vestido con bermudas de cuero y calcetines largos. La fotografía causó tanto impacto en el líder, que este prohibió que se publicase y dijo de ella que rebajaba su dignidad. Con todo, el retrato formaba parte de una serie de instantáneas tomadas por Heinrich Hoffman para mostrar al líder como una persona cercana.

De confirmarse su autenticidad, este curioso recuerdo se sumará a los ya cientos existentes y relacionados con el Tercer Reich. Un número tan extenso debido a que Hitler hizo producir una gran cantidad de artículos (des pistolas, hasta cuchillos) con el emblema nazi para lograr que su imperio fuera «visualmente poderoso».

El escaso papel militar de la Resistencia francesa


ABC.es

  • «La Résistance» fue equiparada de forma poco precisa al incansable coraje del Armia Krajowa en Polonia, a la tenacidad de los guerrilleros griegos o a la audaz actividad de los partisanos yugoslavos
 Biblioteca del congreso de EE.UU. Desfile de la 2.ª División Blindada por los Campos Elíseos, París, el 26 de agosto de 1944


Biblioteca del congreso de EE.UU.
Desfile de la 2.ª División Blindada por los Campos Elíseos, París, el 26 de agosto de 1944

Junto a los descamisados revolucionarios asaltando la fortaleza de la Bastilla en 1789 y las barricadas atravesadas en las calles de París en 1848, la imagen de los miembros de «La Résistance», ataviados con boinas y brazaletes, combatiendo a los nazis por los bosques bretones, ocupa un lugar preferente en la vinculación histórica de los franceses como pueblo centinela de la libertad. No obstante, la realidad de Francia durante la II Guerra Mundial fue otra muy distinta al mito que hoy pervive. La Resistencia francesa se antojó escasa frente a un régimen que contó con gran respaldo por parte de los grupos dirigentes franceses, ya fuera por miedo o por interés político.

El Gobierno de Francia, humillado por Hitler

A diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, la red de fortificaciones y trincheras sirvió de poco frente al implacable avance de los tanques nazis en 1940. Desde el final del periodo conocido como «guerra de broma», el 10 de mayo de 1940, los alemanes invadieron Luxemburgo, Bélgica, los Países Bajos y Francia en cuestión de mes y medio. Tras fracasar la operación conjunta de la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF) y el Ejército Francés en el norte de Bélgica, que precipitó una de las mayores evacuaciones de la Historia en Dunkerque, Francia se vio obligada a firmar un armisticio con Alemania el 22 de junio de 1940 que condujo a la ocupación directa alemana de París y de dos tercios de Francia. Como muestra de humillación, Adolf Hitler impuso que el documento se firmara cerca de Compiègne, ya que allí se había firmado el armisticio con Alemania en la Primera Guerra Mundial. Ordenó, además, que se trajera el mismo vagón de ferrocarril donde se había firmado aquel armisticio y se colocó en el mismo lugar donde había estado en 1918.

El mariscal Philippe Pétain, el gran héroe nacional en la Primera Guerra Mundial, asumió el gobierno de la supuesta zona libre francesa, con sede en el sudeste de Francia, conocida como la Francia de Vichy. Además de héroes militares del calibre de Pétain, políticos franceses como Pierre Laval –antiguo miembro del partido socialista francés– o numerosos intelectuales y artistas, una buena parte de los poderes franceses apoyaron la presencia nazi no solo en el sudeste sino en la zona directamente ocupada. La derecha ultraconservadora vislumbró la ocasión perfecta para emprender una revolución nacionalista que impugnara los principios ilustrados de la acontecida en 1789.

En apariencia, la zona libre se presentaba como un estado independiente al poder alemán, pero en realidad la estrecha colaboración entre el gobierno de Pétain y la Alemania nazi reducía a mínimos su autonomía. Así y todo, Vichy perdió la poca independencia de la que disponía después de que la «zona no ocupada» fuera invadida por tropas alemanas e italianas el 11 de noviembre de 1942, con lo cual las tropas de la Wehrmacht desplazaron del mando a la administración civil francesa.

Mientras el país era gobernado desde Berlín, se organizaron dispersos núcleos clandestinos contra la invasión extranjera. El sabotaje de las líneas de suministro militar, las operaciones militares de bajo impacto contra las tropas de ocupación y las fuerzas del régimen de Vichy y la difusión de una amplia prensa clandestina fueron las principales actividades de «La Résistance», que, a través de los conocidos como maquis, afianzaron su area de acción sobre las zonas montañosas de Bretaña y del sur de Francia. Estos grupos clandestinos, sin embargo, solo llegaron a movilizar al 2 o 3% de la población francesa en su periodo de mayor actividad. Una cifra escasa frente al colaboracionismo reinante y el sorprendente silencio de muchos grupos políticos como los comunistas. Antes de entrar en la resistencia contra la ocupación nazi, el PCF prefirió adoptar la línea oficial del pacto germano-soviético entre Stalin y Hitler. Solo cuando Hitler ordenó atacar la URSS, el Partido Comunista Francés sumó sus fuerzas a la Resistencia.

Además de implicar a un porcentaje bajo de la población, que se elevó solo cuando el balance de fuerzas europeas empezó a perjudicar a los alemanes, el impacto militar de las acciones de la Resistencia francesa ha sido estimado por los expertos en el conflicto mundial como muy limitado, más allá de que obligara a los germanos a movilizar a la Gestapo en persecución de estos grupos disidentes. «Qué valientes eran los chicos de la Resistencia Francesa. Los pobrecillos se hincharon a oír canciones de Maurice Chevalier», resumió con humor el cómico Woody Allen sobre la escasa incidencia de estas milicias. No en vano, el periodista Alan Riding en su ensayo «Y siguió la fiesta» y el historiador Robert Paxton en su libro «Vichy France: Old Guard and New Order», entre otros autores, han evidenciado que la Resistencia Francesa apenas fue una brisa comparada con la ventisca kamikaze del levantamiento del gueto de Varsovia, el incansable coraje del Armia Krajowa en Polonia, la tenacidad de los guerrilleros griegos y soviéticos, y la efectiva audacia de los partisanos yugoslavos. Fue, de hecho, un decisión propagandística del carismático Charles de Gaulle la que equiparó la oposición de su país a la mostrada en otros rincones de Europa.

Charles de Gaulle busca tapar el oprobio

En paralelo a la tímida resistencia surgida en el interior de Francia, el general Charles de Gaulle fundó en su exilio en Londres el movimiento «Francia Libre» en contra del gobierno de Vichy. Tras una rápida campaña militar dirigida por el general Georges Catroux, la Francia Libre se adueñó del África Ecuatorial Francesa a finales de 1940. Este golpe de mano extendió pronto su influencia a la colonia francesa del Camerún, que también se unió a la Francia Libre. Como hábil propagandista, Charles de Gaulle unió sus fuerzas con la Resistencia interior y llamó desde el territorio conquistado en África a la población de Francia a sumarse a la lucha.

Al finalizar la guerra, De Gaulle regresó convertido en un héroe nacional para presidir el Gobierno Provisional de Francia. Pese a que aprobó la ejecución de destacados colaboracionistas como el primer ministro Laval o el escritor Robert Brasillach, las prioridades del líder galo pasaron por correr un tupido velo sobre la actuación de su país en la guerra. El líder francés usó para ello el mito de la fiera Resistencia francesa, que bajo ningún concepto claudicó frente a las malvadas fuerzas extranjeras. Desde el punto de vista político, esta decisión alineó definitivamente a Francia entre las potencias vencedoras cuando, en realidad, había sido derrotada junto a Alemania. Asimismo, el astuto movimiento de De Gaulle emplazó a la mayor parte de la población del lado de la Resistencia durante la guerra y sirvió para neutralizar el peligroso cariz comunista que había adquirido el movimiento en su último año, precisamente cuando más había crecido en tamaño. Así, evitó de paso que la minoría de franceses que se comprometió con la Resistencia reclamase derechos de vencedor, como podía ocurrir en el caso de los que militaban en el Partido Comunista, frente la mayoría de franceses que colaboró o se mantuvo en un segundo plano durante la ocupación.

La misteriosa misión en el Ártico de los últimos soldados de Hitler


ABC.es

  • En septiembre de 1945, cuatro meses después de la capitulación de Alemania, una unidad nazi se rindió a un barco pesquero en la perdida isla de Spitzbergen
 Archivo ABC Bombarderos americanos lanzan explosivos sobre una de las bases meteorlógicas nazis ubicadas en el Ártico


Archivo ABC
Bombarderos americanos lanzan explosivos sobre una de las bases meteorlógicas nazis ubicadas en el Ártico

Frío, hambre, desesperación y desconcierto. Todo eso –y otras tantas cosas más- es por lo que debieron pasar la media docena de soldados nazis que, en septiembre de 1945 –cuatro meses después de que Alemania capitulase ante los aliados-, se rindieron a un barco ballenero noruego en una perdida isla cercana al Ártico. De esa forma dieron por finalizada una misteriosa misión que había ocupado sus vidas durante más de un año y que, en contra de lo que afirma la leyenda negra, se basaba en recoger datos meteorológicos de forma secreta para que Adolf Hitler planeara sus invasiones sin que una tormenta molestara a sus tropas. Un cometido trascendental que se extendió en el tiempo más allá del fin de la contienda y que permitió a estos germanos convertirse en los últimos combatientes de su país en entregarse al enemigo.

Este curioso suceso es uno de tantos que se pueden hallar en «Pequeñas grandes historias de la Segunda Guerra Mundial», el último trabajo del historiador y periodista Jesús Hernández. Autor de obras tan conocidas como «Las 100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial», el español ha decidido mantener un estilo basado en los pequeños relatos para captar el interés del lector. Aunque eso sí, cada uno de ellos sustentado en datos estrictos y contrastados tras una profunda y extensa investigación histórica.

«Mi nuevo libro, aunque pueda parecer un simple libro de anécdotas, va mucho más allá. Contiene datos tan curiosos y sorprendentes como significativos, y ofrece información que no suele aparecer en los libros de historia. Por ejemplo, el hecho de que los Aliados gastasen más dinero en cigarrillos que en balas, que la mayoría de los soldados que participaron en una batalla no llegaron a disparar ni una vez o que, en un combate intenso, la mitad de los soldados se orinaba y la cuarta parte se lo hacía en los pantalones… Por tanto, creo que mi obra supera el concepto de anecdotario, proporcionando una nueva y estimulante visión de la contienda», explica, en declaraciones a ABC, el propio autor.

La batalla del clima, el origen de todo

Lejos de ser una mera curiosidad, la meteorología fue de vital importancia durante toda la Segunda Guerra Mundial. No era para menos, pues conocer donde caería una caprichosa lluvia o una molesta granizada permitía a los jefazos de chaqueta de cuero y esvástica tomar decisiones tales como qué día era el idóneo para desembarcar en una playa o qué jornada era la mejor para enviar una gigantesca operación aérea. Esta necesidad de información sobre el tiempo hizo que los contendientes iniciaran una auténtica guerra meteorológica a pocos kilómetros del Polo Norte -una ubicación ideal para prever la influencia de los vientos sobre las condiciones climatológicas del Atlántico Norte- por la supremacía de la información atmosférica.

«La información meteorológica tenía una importancia vital, tanto para los alemanes como para los aliados. Hitler fijó posteriormente el momento de atacar en las Ardenas en base a la información que le llegó de la estación meteorológica de las islas Spitzbergen. Por su parte, los aliados lanzaron el desembarco en Normandía tras saber que contarían con una tregua en el temporal que azotaba la región. Sin la información meteorológica no se entenderían buena parte de las decisiones que se tomaron a lo largo de la guerra», añade Hernández.

Wilhelm Dege, durante la misión y tras ella Archivo ABC

Wilhelm Dege, durante la misión y tras ella
Archivo ABC

Los primeros en posicionarse por aquellos helados páramos fueron los estadounidenses, quienes –allá por 1941- arribaron al sur de Groenlandia y establecieron en la zona una base desde la que estudiar el clima. En principio recibieron la ayuda del gobierno local, el cual creó varias patrullas de esquiadores daneses, noruegos y esquimales con la orden de informar en el caso de que vieran algún símbolo nazi en el horizonte. A pesar de que, en los mese siguientes, las cosas anduvieron tranquilas, finalmente estos vigías terminaron dándose de bruces contra una unidad alemana ansiosa de instalar su propia estación en el lugar el 13 de marzo de 1943 . Malas noticias para los americanos.

La situación empeoró cuando los soldados del Tío Sam se enteraron de que los nazis habían construido ya -como auténticos posesos- la estación meteorológica en la misma Groenlandia. Al tener noticias, los oficiales estadounidenses tomaron una decisión muy americana: enviar un avión cargado hasta los topes de explosivos y lanzar bombas sobre el edificio hasta que dejase de emitir aquella información de vital importancia para el enemigo. Lo cierto es que el plan (el cual no fue tampoco una muestra de ingenio y estrategia) salió a la perfección y los nazis abandonaron a la carrera la zona. Sin embargo, si por algo se destacaban los germanos era porque, cuando se les metía una idea en la cabeza, hacían todo lo posible por cumplirla. Estarían vencidos de momento, pero querían ganar la guerra del clima.

La «Operación Haudegen»

Ese mismo año, los alemanes volvieron a la carga. Sabedores de la importancia táctica de la información meteorológica, las fuerzas armadas germanas solicitaron 70 voluntarios para llevar a cabo una misión secreta que, posteriormente, sería conocida como «Haudegen» («Estocada»). La operación era tan misteriosa que los mandos se limitaron a describirla como «una misión muy especial en una zona muy fría». La realidad, sin embargo, era algo diferente, pues la «Kriegsmarine» (la marina de guerra alemana) y la «Luftwaffe» (la fuerza aérea) pretendían enviar un equipo de militares hasta la deshabitada isla Spitzbergen (ubicada entre el océano Ártico, el mar de Barents y el mar de Groenlandia). La finalidad, nuevamente, era lograr que un pequeño grupo instalase una base en la región y, sin ser descubiertos, enviaran periódicamente información atmosférica a los hombres del «Führer».

«Los voluntarios que respondieron al llamamiento recibieron entrenamiento en los Alpes, preparándose para las bajas temperaturas que deberían soportar en el Ártico. Se les adiestró para desplazarse por la nieve y construir iglús, pero también se les enseñó las habilidades necesarias para vivir largos períodos de aislamiento, como sacar una muela, curar heridas de bala, o amputar extremidades congeladas. No se les comunicó a dónde iban a ser enviados, ya que se quería mantener en secreto la misión», señala el historiador en su libro. A su vez, se les informó de que, una vez en la zona de operaciones, no podrían comunicarse con sus familias hasta su regreso.

El viaje hacia Spitzbergen

Una vez que se seleccionó a los 10 «afortunados», los oficiales seleccionaron al jefe de la operación. El escogido fue Wilhelm Dege, con estudios –entre otras cosas- en Geología y Geografía y que, a sus escasos 33 años, ya había pisado en varias ocasiones el Ártico. Este barbudo experto ataviado siempre con sus inseparables gafas redondas conocía también el idioma local a la perfección, por lo que la «Wehrmacht» no tuvo problemas a la hora de tomar la decisión. Seleccionado el mandamás, el 5 de agosto de 1944 la expedición inició su viaje desde el puerto de Sassnitz (ubicado al norte de Alemania).

Mapa de la guerra meteorológica Archivo ABC

Mapa de la guerra meteorológica
Archivo ABC

«Llevaban víveres para tres años y los instrumentos necesarios para llevar a cabo su labor científica, así como el armamento necesario para poder defenderse en caso de ataque aliado: seis ametralladoras, doce fusiles, diecinueve pistolas y trescientas granadas. Además, llevaban con ellos cuatro rifles especiales para cazar osos», añade Hernández en su obra. La expedición hizo su primera parada en Narvik (actualmente, al norte de Noruega) y, desde allí, llegaron a su destino el 13 de septiembre de ese mismo año.

Al servicio del Reich y de la meteorología

Ya en Spitzbergen, y dichosos por no haber sido descubiertos por los soldados americanos, Dege y sus hombres instalaron la base (la cual se correspondía con una serie de barracones prefabricados que sólo hubo que bajar del buque). A su vez, y ya informados de los objetivos que debían cumplimentar para Hitler, pusieron a punto sus instrumentos de medición meteorológica.

«El grupo comenzó entonces a desarrollar su trabajo diario, que comenzaba a las siete de la mañana y les ocupaba hasta las seis de la tarde. Después de transmitir puntualmente los mensajes a Berlín a las ocho de la tarde, los miembros de la expedición cenaban y pasaban un rato de esparcimiento, ya fuera cantando, leyendo los libros de la biblioteca, o con algunas copas de licor, hasta las 11 de la noche, cuando debía retirarse a dormir», completa Hernández.

«Con mucha frecuencia salíamos de patrulla. Dichas patrullas también tenían la misión de explorar el terreno de la zona norte de la isla, con objeto de lograr información científica. Teníamos contacto permanente con la patria y estábamos al corriente de la situación», narró, posteriormente, el propio Dege en declaraciones recogidas por el diario ABC en la década de los 70.

A pesar del carácter científico de su trabajo, lo cierto es que las condiciones eran algo penosas para este grupo de germanos, aunque eso no les impedía pasar buenos ratos e, incluso, recibir alguna clase por parte del oficial al mando, a quien sus veinteañeros compañeros escuchaban atentamente cuando les impartía conocimientos sobre literatura, geografía o ciencias.

El final del Reich

Al tener periódicamente noticias de lo que sucedía en la vieja Europa, no tardaron en conocer los difíciles momentos que atravesaba el Tercer Reich desde la derrota en Stalingrado, el momento clave que hizo pasar a sus camaradas a la defensiva y empezar a retirarse hasta Berlín. A pesar de ello, el valor que su trabajo tenía para Alemania provocó que, desde el gobierno, se les solicitara postergar su misión en 1945. «Nos preguntaron desde Oslo si, en lugar de quedarnos en Spitzberg hasta el otoño de 1945, podíamos hacerlo por un año más, en cuyo caso nos mandarían dos aviones con los suministros necesarios», explicó el experto alemán.

Aunque aceptando esta petición se mantenían lejos de las balas que volaban sobre Berlín (donde todo aquel con fuerzas para levantar un fusil era reclutado para defender la capital del Reich de los aliados), lo cierto es que este grupo sentía una mezcla de morriña y desesperación ante la idea de que el nazismo se viniese abajo. «El estado moral y físico en qué nos encontrábamos no podía ser mejor, pero nos inquietaba sobremanera la situación allá en la patria», completa Dege.

Los últimos en rendirse

Finalmente, las peores pesadillas de este grupo de germanos se materializaron cuando, el 2 de mayo de 1945, les informaron desde Berlín de que Hitler se había suicidado junto a Eva Braun en el búnker de la Cancillería y la guerra iba a terminar en cuestión de días. Sabedor de que su misión ya no tenía utilidad alguna, Dege comunicó entonces a los aliados que rendía la base, aunque no sin antes destruir todos los documentos concernientes a los datos recogidos. Los estadounidenses aceptaron. Sin embargo, la situación se volvió dantesca cuando, con el paso de las semanas, se percataron de que ningún buque acudía a aceptar su capitulación ni a recogerles.

Tuvieron que pasar meses hasta que se les informó de que un navío acudiría a recogerles, aunque no sería militar, sino un bajel noruego (el «Blassel») dedicado a la caza de focas. «Llegando agosto, cuando las primeras y tenues capas de hielo aparecieron en el fiordo, preguntamos por radio si en dicho año irían a recogernos. Con gran sorpresa recibimos la noticia de que el 3 de septiembre de 1945, es decir, bastante tiempo después de la capitulación, llegaría en nuestra busca un grupo de cazadores noruegos», añade el alemán en las declaraciones recogidas por ABC.

Jesús Hernández, en una fotografía cedida a ABC J.H.

Jesús Hernández, en una fotografía cedida a ABC
J.H.

Así pues, y tal y como estaba prometido, éstos arribaron hasta su posición el día determinado, aunque con no pocos problemas. «El barco en el que viajaban llegó hasta nuestro enclave con alguna dificultad, pues no en vano había ido a parar a un territorio situado al borde de las posibilidades de la raza humana», finaliza Dege.

Aquel 3 de septiembre de 1945, el científico y militar alemán vivió una de las situaciones más surrealistas de su vida pues –como bien señala Hernández en su obra- el capitán del buque noruego no era un soldado y no sabía cuál era el procedimiento para aceptar una capitulación. En un intento de llevar a buen término la rendición, Dege decidió sacar su pistola del cinto y entregársela a su interlocutor. El gesto desconcertó al primero, que preguntó si podía quedársela como recuerdo. Sin duda, un curioso final para una extraña historia y una rara misión.

Finalmente el «Blaasel» partió al día siguiente de vuelta a Alemania cargado con aquellos 11 alemanes, quienes ya se habían convertido en los últimos germanos en rendirse después de la guerra. Al menos, así contó Dege su historia hasta que falleció en 1979.


Tres preguntas a Jesús Hernández

Hallan dos esculturas gigantes de unos caballos que estuvieron en la cancillería de Hitler


ABC.es

  • Realizadas por Josef Thorak, uno de los escultores favoritos del Führer, desaparecieron en 1989. En los últimos años han aparecido en el mercado con un precio de entre 1,5 y 4 millones de euros
ABC Imagen de la cancillería de Hitler con uno de los caballos encontrados

ABC
Imagen de la cancillería de Hitler con uno de los caballos encontrados

La policía alemana encontró en un depósito situado en el Estado de Renania-Palatinado (suroeste de Alemania) dos esculturas gigantes que representan dos caballos y que estuvieron en su momento frente a la cancillería desde donde Adolf Hitler regía los destinos del III Reich. Así lo confirmó un portavoz de la policía de Berlín, después de que el diario «Bild» adelantara ayer el hallazgo en su edición digital. Los dos caballos, obras del escultor Josef Thorak (1889-1952), estaban desaparecidos desde 1989 y en los últimos años habían sido ofrecidos en el mercado negro por precios de entre 1,5 y 4 millones de euros.

Thorak, junto con Arno Brecker, era uno de los escultores preferidos de Hitler y de su arquitecto estrella Albert Speer y sus trabajos tenían un papel clave en el plan de crear una capital monumental que debía llamarse Germania. Hacia 1943, en plena guerra, Hitler ordenó trasladar los caballos de Thorak y otras esculturas a un taller que tenía Brecker a 20 kilómetros de Berlín, donde las piezas fueron encontradas después por el Ejército Rojo. Los caballos de Thorak y otras esculturas nazis pasaron así a partir de 1950 a formar parte de la decoración de un campo de deportes del ejército soviético en Eberswalde, localidad cercana a Berlín.

En un campo de deportes

En enero de 1989, la historiadora del arte Magdalena Busshart publicó un artículo sobre las esculturas en el diario «Frankfurter Allgemeine» en el que, entre otros detalles, hablaba de su ubicación en el campo de deportes de Eberswalde. Semanas después, una lectora escribió una carta al diario en la que advertía de que las esculturas ya no es encontraban en el lugar indicado. Según el «Bild», todavía no hay claridad acerca de cómo desaparecieron los caballos de Eberswalde y a través de los años se han barajado varias hipótesis, desde su traslado a Moscú, hasta una venta de las esculturas por parte del régimen de la extinta RDA para obtener divisas.

En la última hipótesis desempeña un papel importante la figura de Alexander Schalck-Golodkowski, un curioso personaje del régimen comunista cuya misión era conseguir divisas, para lo cual solía retirar obras de los museos del país y venderlos en los mercados de Occidente. Hace dos años, según el popular rotativo alemán, los caballos había sido ofrecidos a la historiadora de arte Magdalena Busshart por 1,5 millones de euros por un hombre que aseguró haber trabajado con Schalck-Golodkowski.

La manera como las esculturas, junto con otras obras desaparecidas, llegaron al depósito donde fueron halladas no ha podido ser esclarecida. Su hallazgo se produjo en el marco de una investigación -dirigida por la Policía de Berlín- en la que se registraron edificios en varios Estados federados en busca de arte robado. Se han abierto investigaciones contra ocho sospechosos de entre 64 y 79 años.

“Su sincero amigo”: la carta legendaria que Gandhi escribió a Hitler


El Confidencial

  • La postura de Gandhi frente al nazismo ha sido criticada por muchos historiadores. El líder pacifista nunca fue un admirador de Hitler, pero se dirige a él de una forma sospechosamente amigable
Foto: Son dos de las figuras más importantes del siglo XX, pero por razones bien distintas.

Son dos de las figuras más importantes del siglo XX, pero por razones bien distintas.

En el verano de 1939 Europa se temía lo peor. La expansión del Tercer Reich era imparable: en sólo un año Hitler había tomado el control sobre Austria, la actual República Checa, Eslovaquia y parte de la actual Lituania. Todos sospechaban que el siguiente paso de Hitler sería la invasión de Polonia. Francia y Gran Bretaña se comprometieron a proteger esta, pero poco importó: el 1 de septiembre de 1939 Alemania invadió el país, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial.

Poco antes de que sucediera esto, el 23 de julio del mismo año, Mahatma Gandhi, que ya era un conocido líder pacifista –nueve años antes había liderado la marcha de la sal–, escribió una carta a Adolf Hitler para pedirle, en un tono sorprendemente respetuoso, que no iniciara una guerra.

la-carta-tal-como-se-expone-en-bombay

La carta, tal como se expone en Bombay

Estas son las palabras textuales de Ghandi, tal como se pueden leer en la carta original que se conserva en Mani Bhavan, la casa de Bombay en la que vivió el líder independentista y que hoy alberga un museo sobre su figura. La misiva nunca llegó a manos del dictador alemán (fue interceptada por las autoridades británicas, que la hicieron pública muchos años después), aunque, de haberlo hecho, es poco probable que hubiera surtido el más mínimo efecto.

“Querido amigo,

Mis amigos me han estado insistiendo para que le escriba, por el bien de la humanidad. Pero me he resistido a su petición, debido a la sensación de que cualquier carta mía podría ser una impertinencia. Algo me dice que no debo ser tan calculador y que debo hacer mi petición porque en cualquier caso merecerá la pena.

Está claro que usted es hoy la única persona en el mundo que puede evitar una guerra que podría reducir a la humanidad a un estado salvaje. ¿Estará dispuesto a pagar ese precio por un propósito cualquiera por muy digno que le parezca? ¿Escuchará la llamada de quien ha evitado deliberadamente el método de la guerra no sin considerable éxito? De cualquier manera espero su perdón, si he cometido un error al dirigirme a usted.

A su disposición.

Su sincero amigo.

Gandhi.”


 

¿Una posición poco clara frente al fascismo?

La postura de Gandhi frente al fascismo y el nazismo ha sido criticada por muchos historiadores. No se puede decir que el líder pacifista fuera un admirador de Hitler, pero hoy en día la forma en que se dirige al genocida resulta demasiado amigable –algo que ha dado pie, incluso, a la grabación de una película que lleva por título Dear Friend Hitler–.

En mayo de 1940, de hecho, llegó a referirse al dictador en términos elogiosos: “No considero a Hitler un ser tan malo como parece o representa. Él está mostrando una capacidad increíble y parece estar consiguiendo victorias sin demasiado derramamiento de sangre”.

Gandhi siempre fue partidario de minimizar los daños sin organizar ningún tipo de resistencia violenta, lo que incluía llegar a un tratado de paz con la Alemania nazi, llegado el caso.

El apostol de la no violencia llegó a pedir a los judíos que se mantuvieran de brazos cruzados:

“Si fuera un judío nacido en Alemania y me ganara la vida allí, reclamaría a Alemania como mi hogar tanto como el más alto gentil alemán, y le retaría a dispararme o a arrojarme a una mazmorra; rechazaría ser expulsado o someterme a un tratamiento discriminatorio. Y para hacer esto no esperaría a que los otros judíos me acompañaran en mi resistencia pasiva, sino que tendría confianza en que el resto habrían de seguir mi ejemplo”.

Deben invitar a Hitler y Mussolini a que tomen todo lo que quieran y de sus países. Si ellos quieren ocupar sus casas, váyanse de ellas

Ya en plena guerra –el 24 de diciembre de 1940–, Gandhi volvió a escribir al Führer, en una carta mucho más larga, en la que le criticó de forma mucho más abierta, aunque con un tono, de nuevo, amigable:

“Espero que tenga usted el tiempo y el deseo de saber cómo considera sus actos una buena parte de la humanidad que vive bajo la influencia de esa doctrina de la amistad universal. Sus escritos y pronunciamientos y los de sus amigos y admiradores no dejan lugar a dudas de que muchos de sus actos son monstruosos e impropios de la dignidad humana, especialmente en la estimación de personas que, como yo, creen en la amistad universal. Me refiero a actos como la humillación de Checoslovaquia, la violación de Polonia y el hundimiento de Dinamarca. Soy consciente de que su visión de la vida considera virtuosos tales actos de expoliación. Pero desde la infancia se nos ha enseñado a verlos como actos degradantes para la humanidad. Por eso no podemos desear el éxito de sus armas”.

La postura no violenta de Gandhi era en ocasiones extrema. Después de que los nazis invadieran las Islas del Canal de la Mancha mandó este mensaje al pueblo británico:

“Dejen las armas, por cuanto estas no van a servir para salvarles a ustedes ni a la humanidad. Deben invitar a Hitler y Mussolini a que tomen todo lo que quieran y de sus países. Si ellos quieren ocupar sus casas, váyanse de ellas. Si no les permiten salir sacrifíquense, pero siempre rehúsen rendirles obediencia”.