Guerra de Troya


En la mitología griega,  fue un conflicto bélico en el que se enfrentaron una coalición de ejércitos aqueos contra la ciudad de Troya y sus aliados. Según Homero, se trataría de una expedición de castigo por parte de los aqueos, cuyo casus belli habría sido el rapto o fuga de Helena de Esparta por el príncipe Paris de Troya.

Esta guerra fue narrada en un ciclo de poemas épicos de los que solo dos han llegado intactos a la actualidad, la Ilíada y la Odisea, ambas obras de Homero. La Ilíada describe un episodio de esta guerra, y la Odisea narra el viaje de vuelta a casa de Odiseo, uno de los líderes griegos.

Los antiguos griegos creían que los hechos que Homero relató eran ciertos. Creían que esta guerra había tenido lugar en los siglos XIII a. C. o XII a. C., y que Troya estaba situada cerca del estrecho de los Dardanelos en el noroeste de la península de Anatolia (actual Turquía).  En tiempos modernos, en cambio, tanto la guerra como la ciudad eran consideradas mitológicas.

Pero en 1870 el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann excavó la colina de Hisarlik, donde creía que estaba la ciudad de Troya, y halló los restos de la antigua ciudad de Nueva Ilión, bajo la cual halló otras ruinas, y debajo de estas, otras más. Cada una de estas ruinas daba lugar a los restos de distintas ciudades que parecían haber sido habitadas en épocas distintas. Schliemann pretendía hallar la Troya homérica pero, en el curso de los años, él y sus colaboradores hallaron siete ciudades sepultadas y más tarde otras tres. Sin embargo, quedaba por decidir cuál de estas diez ciudades era la Troya de Homero.

Algunos historiadores creen que Troya VI o Troya VII deben identificarse con la ciudad homérica, porque las anteriores son pequeñas y las posteriores son asentamientos griegos y romanos. Otros historiadores opinan que los relatos de Homero son una fusión de historias de asedios y expediciones de los griegos de la Edad del Bronce o del periodo micénico, y no describen hechos reales. Los que piensan que los poemas épicos de la guerra de Troya derivan de algún conflicto real lo fechan entre 1300 a. C.-1100 a. C.

Por tanto hay un desacuerdo absoluto por el lugar del acontecimiento pero lo contaremos según el mito.

Hubo una boda entre Peleo, rey de los mirmidones y Tetis, ninfa de los mares. Acudieron a tal cita todos los dioses del Olimpo, menos Éride, diosa de la discordia, que arrojó una manzana a la más bella. Hera, Atenea y Afrodita discuten.

Nació el hijo de Príamo, rey de Troya, y Hécuba, al que abandonan en el bosque. Cuando se hace mayor, se encuentra con las 3 diosas, y Paris elige a Afrodita como la más bella. Esta hace que Paris se encuentre con sus padres…

Menelao, rey de Esparta, se casa con Helena “la de las hermosas mejillas”, la mujer más bella. (Penélope, prima de Helena se casa con Ulises)…

Cuando Paris oyó hablar de la belleza de Helena, fue a comprobarlo. Menelao los acogió en su palacio. Un día, mientras Menelao cazaba, Paris y Helena se fueron a la nave y se marcharon a Troya.

Cuando Menelao se entera, con la ayuda de su hermano Agamenón, reunieron a muchos hombres que les guardaban fidelidad. Ellos necesitaban la ayuda de Aquiles…

Tetis, la madre de Aquiles, lo esconde en la isla de Esciros, junto al rey Licomedes. Ella lo sumergió en las aguas del Éstige, para que fuera inmortal, pero el talón no lo bañó y temía que muriera. Al final Ulises lo encontró (disfrazado de mujer) y su madre le dejó marchar, con él y con 50 naves que le ofreció su padre.

Los griegos, tras el viaje, llegan a orillas de Troya, donde forman un pueblo. Mientras esperaban la lucha contra Troya, saqueaban pequeños pueblos de alrededor, para abastecerse. En uno de estos, apresaron a Criseida que fue entregada Agamenón y Briseida, que fue entregada a Aquiles. De pronto el padre de Criseida, sacerdote de Apolo, fue a por ella sin éxito. En el campamento de los griegos aparecieron las fiebres, que mataban a muchos hombres. Era a causa de Apolo, y hasta que Agamenón no soltara a Criseida, no pararía. La soltó, y se quedó con Briseida. Aquiles se enfadó y se negó a luchar con él, y le pidió a su madre que hablara con Zeus para que ayudara a los Troyanos a ganar.

Tetis habló con Zeus, y este aceptó… le envió un falso sueño a Agamenón, y lo animó a luchar…

Después de 2 años, se encontraron los 2 ejércitos, y Paris y Menelao llegaron a un acuerdo: una lucha cara a cara, y quién ganase se quedaría con Helena. Hicieron unos sacrificios, y Paris comenzó con la lucha. Afrodita ayudaba a Paris, y Menelao le pedía ayuda a Zeus…

Al final Afrodita se llevó a Paris a su casa de Príamo. Los griegos pensaron que Helena se quedaría con ellos, pero Afrodita se la llevó junto a Paris.

Para que no acabara la guerra, Atenea hizo que un troyano disparara a Menelao, pero este no murió, y volvieron a luchar. Diomedes mata a Pándaro, atravesándole la cara con una lanza. Héctor, hermano de Paris volvió a Troya para ver a su madre (para que le vistiera con ropas elegantes y le pidiera a Atenea que le dejara de ayudar a los griegos, y fuera piadosa con los troyanos), a su mujer y a su hijo, y a reprocharle a Paris que fuera al campo de batalla.

Paris se reunió con su hermano y volvieron a la batalla. Los griegos retrocedían. Atenea hizo que la guerra acabara por aquel día, y que Héctor desafiara a Áyax, (un griego), como le hizo su hermano a Menelao. Ambos se retiraron (Héctor herido) hasta el día siguiente, que siguieron la batalla.

Agamenón (griego) veía muy mal el fin de la guerra, y propuso olvidar a Helena, y a Troya. Pero la mayoría prefería seguir luchando.

Néstor pensó que sería necesaria la vuelta de Aquiles para derrotar a los troyanos. Mandó a Áyax, Ulises y a Fénix para que hablaran con él, pero Aquiles no quiso, ni siquiera devolviéndole a Briseida.

Agamenón y Menelao decidieron formar un consejo para que alguien fuera a espiar a los troyanos. Diomedes se ofreció y eligió a Ulises como compañero. En Troya, Héctor dejó que Dolón fuera a espiar a Agamenón. Diomedes y Ulises atraparon a Dolón y este les contó que los caballos del rey Reso rey de los tracios eran los mejores, y después lo mataron.

Cuando llegaron, Diomedes mató a Reso, y Ulises soltó los caballos. Ulises le hizo una ofrenda a Atenea con el casco y las armas de Dolón.

Zeus hizo que lloviera lluvia roja como la sangre. A pesar de esto, troyanos y griegos se volvieron a encontrar. Los troyanos retrocedían. Hirieron a Agamenón en el brazo con una flecha. Héctor intentó hacer retroceder a los griegos, a no ser porque Ulises y Diomedes se quedaron firmes. Paris le clavó una flecha a Diomedes y se tuvo que retirar. Hirieron a Ulises. Áyax y Menelao fueron a por él. Paris hirió a Macaón (tenia el don de curar a los hombres), al que llevaron al pabellón de Néstor. Néstor le dijo a Patroclo que podía hacerse pasar por él para que a los troyanos le entrara el miedo.

La compañía de Héctor cruzaba los fosos y atacaban. Sarpedón y Glauco arremetían contra la muralla. Zeus es seducido por helena y abandona la batalla, entonces Poseidón, hermano de Zeus daba ánimos a los guerreros. Áyax hirió a Héctor y lo retiraron al río Janto porque vomitaba sangre. Zeus al darse cuenta de lo que pasaba, le pidió ayuda a Apolo, dios del sol que le diera nuevas fuerzas a Héctor y este volvió a la batalla. Los griegos volvían a las naves. Héctor gritaba que prendieran fuego a las naves, y Áyax que mataran a Héctor. Patroclo vio que media flota estaba en llamas.

Aquiles le dejó su armadura y su carro de caballos a Patroclo para guiar a los mirmidones y q. así los troyanos se acobarden. Automedónte, el auria del príncipe, enganchó a Janto y Balio (dos caballos inmortales) y a Pédaso (uno mortal) al carro.

Cuando los troyanos le vieron, se acobardaron. Aquiles le pedía a Zeus que Patroclo volviera sano y salvo. Patroclo mató a Sarpedón, hijo de Zeus, q. mandó a los gemelos Sueño y Muerte para que lo enterraran y envenena a Patroclo con la fiebre del combate. Este llegó hasta las murallas de Troya. Cuando trepaba las piedras, Apolo le dio un empujón, y se le cayó el casco. Se dieron cuenta de que no era Aquiles, y Héctor lo mató, y se puso la armadura. Este, antes de morir, le dijo que Aquiles lo mataría. Los mirmidones se llevaron el cuerpo de Patroclo desnudo y sangriento.

Antíloco, hijo de Néstor, fue a darle la noticia a Aquiles. Este se echó las culpas…

Tetis, madre de Aquiles, apareció y lo abrazó, y le dijo que le pediría a Hefesto (señor de los armeros) que le hiciera una armadura para combatir con Héctor.

Los mirmidones le llevaron a Patroclo junto a Aquiles. Héctor le hizo frente a Aquiles en la llanura. Tetis le dio la armadura a Aquiles, y antes de luchar le pidió disculpas a Agamenón.

Aquiles mató a muchos troyanos, y cuando llegó a Héctor, este echó a correr… Héctor sacó la espada, y Aquiles le lanzó una lanza al cuello. Héctor le dijo q. su hermano Paris lo mataría. Aquiles ató a Héctor por los tobillos y lo llevó arrastrando hasta las naves.

La madre de Héctor gritaba y se lamentaba, y al oírla, Andrómaca, fue hacia ella, y vio al cuerpo de su marido arrastrado por el carro de Aquiles. Esa noche Patroclo se le apareció a Aquiles y le preguntó por que no le habían incinerado y sepultado. Aquiles lo hizo de inmediato. Los compañeros de Patroclo se cortaron un mechón de pelo, en señal de duelo, y después de degollar a 12 troyanos, quemaron el cuerpo de Patroclo y construyeron una cimera de piedra. Después hicieron los juegos fúnebres:

Carrera de carros, Diomedes quedó 1ª, Antíloco 2ª, Menelao 3º, Meríones 4º, Eumeleo 5º.

Después había lucha de púgiles, o boxeo. Epeo y Euríano lucharon, y ganó Epeo. Luego Aquiles mandó poner la armadura de Sarpedón en una lanza, y quién la quisiera, tendría que luchar contra el otro. Lucharon Diomedes y Áyax, y por miedo a que se matasen, la compartieron.

Cuando todos dormían, Aquiles fue al lugar donde estaba el cuerpo de Héctor lo enganchó por los tobillos y le dio 3 vueltas al tumulto funerario de Patroclo, durante 12 noches y 12 días. Apolo protegía el cuerpo de Héctor para que no sufriera daños.

Tetis le dijo a su hijo que los dioses del Olimpo estaban enfadados y que debía devolverle el cuerpo de Héctor a su padre. Iris fue a decirle a Príamo que fuera a hablar con Aquiles, por su hijo, y este le escucharía. Cargó los tesoros en un carro, y Príamo se dirigió a las naves. En su “viaje” lo acompañó Hermes, dios de los viajeros. Al llegar, Príamo le suplicó por su hijo muerto. Luego lloraron juntos. Comieron y Príamo volvió con Héctor. Andrómaca, Hécuba y Helena se lamentaban junto a él. A los 10 días de los 11 de tregua, lo incineraron y construyeron un túmulo funerario.

Los troyanos esperaban a los guerreros al mando del rey Memnón, hijo de Aurora y a un poderoso ejército de amazonas. La calma de Aquiles dio unos días de paz…

En medio de la ciudad de Troya se encontraba el Paladio, o suerte de Troya, donde se encontraba una piedra negra en forma del escudo de Atenea, y a Ulises le pareció buena idea robarlo. Hizo un plan y se dirigió en busca de las hijas del rey Delos. Esa noche un mendigo se acomodó en la puerta de Diomedes, y este le dio de comer y de beber. Este iba de aquí para allá sacando trapos sucios de los griegos, y estos se hartaron de él. Lo llevaron ante las murallas de Troya, le pegaron y lo amenazaron. Cuando se fueron, Helena fue a hablar con él, este le dijo que su padre y sus hermanos habían muerto. Helena lo llevó al palacio y lo lavó, entonces se dio cuenta de que era Ulises. Estuvieron hablando, y Helena le hizo regalos. Ulises se quedó por allí unos días durmiendo en los templos. La última noche durmió en el templo de Atenea, he hizo que la última sacerdotisa se tomara la ampolla del sueño que Helena le había regalado. Después cambió la piedra y esperó a que amaneciera para irse. Al llegar a Grecia, les enseñó el paladio y sacrificaron 10 bueyes a Zeus. Los troyanos perdían la esperanza.

Las mujeres guerreras decidieron unirse a los troyanos porque la princesa Pentesilea había dado muerte a su hermana Hipólita y deseaba morir en combate. Al llegar a Troya les hicieron regalos, entre ellos una espada, y Pentesilea juró matar a Aquiles con ella. Andrómaca se lamentó por ella. Griegos y amazonas lucharon. Aquiles mató a Pentesilea, y al verla, en el suelo muerta, echó a llorar. Se las devolvieron a Príamo para q. les diera sepultura.

Los troyanos esperaron la llegada de Memnón y cuando llegó, se fue al llano a luchar. Memnón mató a Antíloco, atravesándole una lanza en el corazón en presencia de su padre Néstor. Luego fue a por Aquiles y lo hirió en el brazo. Aquiles le clavó la espada en el esternón y Memnón murió. Cuando los griegos se acercaban a Troya, Paris le lanzó una flecha (seguida por Apolo) al talón de Aquiles. Ulises fue a por él… Tetis y todas sus doncellas hacían cantos tristes y melodiosos, y los griegos se asustaron, pero Néstor les dijo que era su madre. Hicieron lo mismo que con Patroclo y unieron sus cenizas. Tetis ofreció la armadura al que le llevó el cuerpo de su hijo. Ulises y Áyax la querían, y Néstor les dijo a los cautivos troyanos que decidieran. Cada uno explicó su razón, el dios Dionisio hizo que Áyax pareciera tener borrachera, y eligieron a Ulises. Esa noche, preso de su locura, Áyax cogió la espada y fue en busca de Ulises, pero se encontró con un rebaño de ovejas y las mató. A la mañana siguiente se atravesó el corazón con la espada clavada en el suelo.

Quemaron y sepultaron el cuerpo de Áyax. Calcante, el adivino, les dijo que necesitaban la ayuda de Filoctetes, el arquero de la isla de Lemnos para ganar a Troya, (los griegos lo abandonaron allí porque hacía 10 años que había luchado contra un reptil venenoso que le mordió un pie y de la herida supuraba un veneno nauseabundo.) Diomedes y Ulises fueron a por él, y Filoctetes se fue con ellos. Allí lo arreglaron, y le curaron la herida. Poco después envenenaba a Paris con una flecha. Este fue al monte Ida a buscar a la ninfa Enone, y le dice que se valla con Helena. Paris muere en el bosque. Ahora estaría con Enone siempre.

Helena no fue devuelta a Menelao y se quedó en casa de Deífodo, hermano de Paris. La guerra seguía.

Calcante dijo que debían ganar a los troyanos con la astucia. Hicieron un caballo de madera como ofrenda a Atenea por el robo del paladio. Epeo, el carpintero y sus hombres, trabajaban mucho, y lo terminaron en 3 días. Sinón sería el encargado de decirles a los troyanos que los griegos se volvían.

Al caballo subieron: Menelao, Ulises, Diomedes, Epeo, y muchos más. Laocoonte, sacerdote de Apolo, intentó avisarles tirando una lanza al caballo, pero en ese momento aparecieron los soldados con Sinón. Este les contó la historia falsa.

Atenea se enfadó con Laocoonte por arrojar una laza sobre su regalo he hizo que 2 serpientes mataran a sus 2 hijos y a él. Casandra, hija del rey, advirtió sobre el caballo…

Al caer la noche, los griegos esperaron la señal para salir del caballo, y abrir las puertas.

Incendiaron las casas, mataron al rey Príamo y se llevaron a las mujeres. Menelao fue a casa de Deífobo en busca de Helena y encontró a Ulises… a causa de una promesa a Ulises no mató a Helena. Troya quedó reducida a cenizas, y los griegos volvieron a su ciudad…


¿Cuánta gente iba dentro del caballo de Troya?

Según La Odisea y otras fuentes históricas y literarias posteriores, los griegos micénicos vencieron a los troyanos en la guerra que mantenían por hacerse con el control de la estratégica Troya gracias a un ingenioso truco ideado por Ulises.

Construyeron un caballo de madera de 11 metros de altura, introdujeron en su interior un selecto grupo de guerreros y lo dejaron a las puertas de la ciudad.

Los troyanos, curiosos, se llevaron el caballo dentro y cuando menos lo esperaban vieron saltar de su interior a los griegos, que arrasaron la ciudad y mataron a sus habitantes.

El número y la identidad de los ocupantes del caballo varía de unas fuentes a otras. La Odisea dice que albergó a Aquiles y sus 99 hombres. Apolodoro cifra en 50 el número de combatientes, mientras que Tzetzes escribió que fueron 23, y los nombra.

Por último, Quinto de Esmirna cita 29 nombres. Entre ellos: Ulises, Neoptólemo, Menelao, Esténelo, Diomedes, Filoctetes, Ánticlo, Menesteo, Toante, Polipetes, Ayax y Eurípilo.

¿cuál sería el número real? es incierto pero lo que si sabemos que la estrategia funcionó a la perfección.

Abren la Casa de la Moneda de París, la ‘caja fuerte’ más antigua del mundo


El Mundo

La fábrica de monedas más antigua del mundo, y aún en funcionamiento, es la Monnaie de París. Lleva en pie desde el año 864, cuando fue fundada por Carlos II de Francia por el edicto de Pistres. Tuvo su primera sede en la Isla de la Cité, una de las tres islas que se encuentran en el río Sena a su paso por París, donde permaneció durante cuatro siglos. Posteriormente, encontró albergo en la orilla derecha del Sena, junto al Louvre, donde se asentó siete siglos. Hasta que en 1775 recaló finalmente en la rive gauche, en la orilla izquierda del río, concretamente en el número 11 del Quai de Conti, en pleno barrio de Saint-Germain-des-Prés.

El caso es que la Monnaie, por razones evidentes, ha sido durante sus más de 1.153 años de vida una enorme caja fuerte, una fortaleza blindada, un lugar cerrado a cal y canto por motivos de seguridad. Pero ahora ese recinto increíble de 10.000 metros cuadrados situado en pleno corazón de París y que alberga en su interior un tesoro compuesto por unos 170.000 objetos, valorados en miles de millones de euros, abre por fin sus puertas al público como museo.

Las joyas que guarda la Monnaie de París son increíbles. Bajo su custodia no sólo tiene monedas griegas, romanas o medievales. También conserva, por ejemplo, lo que queda del legendario tesoro de Huê, la ciudad que la dinastía imperial vietnamita Nguyen eligió como capital de su reino y donde almacenaba una gigantesca fortuna compuesta por 14.630 kilos de plata y 1.335 kilos de oro. El imperio de los Nguyen se convirtió en protectorado francés en 1884, y ese mismo año París consiguió echarle el guante a ese jugoso botín. La inmensa mayoría del oro y de la plata del tesoro de Huê acabó en la fundición, derretido. Pero alguien tuvo la precaución de guardar un ejemplar de cada una de las exquisitas piezas que lo componían, y que ahora se pueden contemplar en la Monnaie.

También los tesoros del Slot Ter Hooge, un barco de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales que naufragó en 1724 cerca de Portugal cuando regresaba de América a Holanda cargado de oro, están en la Monnaie de París, en una sala a la que se accede por unas puertas que simulan las de una gigantesca caja fuerte. Y esa institución guarda, asimismo, parte del tesoro del número 53 de la rue Mouffetard de París donde, en 1938, al demoler el edificio que allí había, se encontraron detrás de un muro 5.000 monedas de oro junto a un viejo pergamino que decía: «Yo, Louis Nivelle, escudero, consejero y secretario del Rey Luis XIV, dejo mi fortuna a mi hija…». Parte de ese tesoro fue entregado a los herederos de Louis Nivelle, pero otra parte fue a parar a la ciudad de París como propietaria del inmueble en cuestión.

La Monnaie fue durante siglos una suerte de volcán en pleno centro de París, como lo atestigua la enorme chimenea de 16 metros de altura que había en su interior para fundir los metales y cuyo tiro aún se puede contemplar en lo que hoy es la tienda del museo. En 1973, la inmensa mayoría de monedas pasó a acuñarse en la fábrica de Pessac (en Gironde, cerca de Burdeos), de donde salen unos 1.500 millones de unidades al año, nueve millones al día. Porque la fábrica de la moneda francesa no sólo produce euros. También acuña las divisas de unos 40 países, desde Colombia hasta Tailandia, pasando por Andorra, Ecuador, Luxemburgo, Mauritania, Arabia Saudí…

Pero la Monnaie de París sigue plenamente activa. En ella no sólo se producen piezas de dos euros (algo que el visitante puede contemplar con sus propios ojos), sino que también se realizan medallas honoríficas como las de la Legión de Honor, monedas conmemorativas, estatuas… En total, unos 150 objetos al año confeccionados por diestros artesanos que ahora trabajan de cara al público, encerrados en vitrinas de cristal.

Y no sólo eso. En la casa de la moneda de París hay también laboratorios donde se investiga sobre metales, sobre el modo de hacerlos más resistentes, más brillantes, más maleables. Los descubrimientos que de aquí han salido han sido aplicados a las telecomunicaciones, al campo de la electricidad, de la conductividad o de la medicina. Aquí, por ejemplo, se creó la tecnología que ha permitido que en Bangladesh, un país con una elevada incidencia de infecciones y donde el dinero puede ser un importante foco de contagio de enfermedades, circulen monedas con un tratamiento especial antibacterias.

Todo, absolutamente todo el proceso de fabricación de monedas, y su evolución a lo largo de la historia, se muestra en la Monnaie. Empezando por los metales empleados: cobre, estaño, níquel, plata, hierro, aluminio, cinc, oro o platino, este último muy difícil de trabajar, ya que necesita una temperatura muy alta para fundirse, en torno a 1.700 grados. Y siguiendo con la evolución de las técnicas para grabar monedas: desde los martillos empleados hace siglos hasta máquinas mecánicas, dispositivos de vapor, artilugios eléctricos…

Aquí se narra la historia de las distintas monedas. Como el franco, nacido en 1360 tras la batalla de Poitiers, una de las principales de la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia. El rey francés, Juan II, fue capturado por las tropas inglesas, que para liberarlo exigieron a Francia el pago de tres millones de coronas de oro (el doble del Producto Interior Bruto que entonces tenía el país). No había en todo el reino monedas suficientes para pagar aquel rescate bestial, así que lo que se hizo fue acuñar una nueva moneda: el franco.

Y, por si fuera poco, la Monnaie también tiene un programa de exposiciones de arte contemporáneo. La primera lleva por título Women House, ha sido comisariada por Camille Morineau y reúne obras de 40 artistas femeninas de los siglos XX y XXI que analizan en sus trabajos la relación entre género y espacio.

El secreto del enigmático Fulcanelli


ABC.es

  • Se cumplen 50 años de la publicación en España de «El misterio de las catedrales»

Vidriera de la catedral de Notre Dame de París – WIKIPEDIA

«La más fuerte impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la sazón siete años- de la que conservamos todavía vívido recuerdo, fue la emoción que provocó en nuestra alma de niño la vista de una catedral gótica. Nos sentimos inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina que humana». En 1967 los españoles leían por primera vez en castellano estas primeras líneas de uno de los libros más enigmáticos jamás publicado. Todo en «El misterio de las catedrales» intrigaba -y aún intriga-: ¿Qué enigma escondían las catedrales? ¿Qué secreto se revelaba entre sus páginas? ¿Quién se ocultaba bajo el seudónimo de Fulcanelli?

El libro había visto la luz por primera vez en Francia en 1926, en una edición de apenas 300 ejemplares lujosamente ilustrada por el pintor Jean Champagne. Firmaba el prólogo el joven Eugène Canseliet, que se presentaba como discípulo del autor. Aquella primera edición «no tuvo repercusión, pero con la segunda y tercera las ventas se dispararon hasta convertirse en un auténtico fenómeno», recuerda el historiador José Luis Corral. El París de entreguerras, donde existía un movimiento de apasionados por los misterios, el ocultismo y la alquimia, era «un campo de cultivo bien abonado» para un libro que aplicaba todos esos temas a las catedrales góticas.

Para el enigmático Fulcanelli, las catedrales constituían un compendio de todos los conocimientos de la alquimia medieval. Los principios de la sabiduría hermética se encontraban allí expuestos, a la vista de todos, pero a través de símbolos incomprensibles para los no entendidos. El alquimista relacionaba, por ejemplo, la planta de las catedrales en forma de cruz con el crisol alquímico y vinculaba los siete medallones de la Virgen en la fachada de Nôtre Dâme con los siete metales del proceso alquímico para la obtención de oro. Afirmaba que el «arte gótico» procedía del término «argot», un lenguaje secreto que solo los iniciados conocían y que la luz que penetraba en el interior de las catedrales poseía propiedades taumatúrgicas porque las vidrieras filtraban los rayos dañinos del sol.

«Los apasionados del esoterismo lo consideraron como su libro de cabecera, pero los académicos lo vieron como una especie de broma sin interés», continúa el catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Zaragoza que se interesó en Fulcanelli en 2004, cuando comenzó a escribir su novela «El número de Dios», ambientada en la construcción de las catedrales góticas de Burgos y León. Después llegarían «Fulcanelli. El dueño del secreto» (2008) o «El enigma de las catedrales» (2012), sobre los mitos y misterios de la arquitectura gótica.

En España, la obra de Fulcanelli no tuvo tanta repercusión como en Francia, al menos hasta los años 70 del siglo XX, pero lleva publicándose de forma ininterrumpida durante medio siglo. Si ese logro ya constituye un misterio en sí para cualquier libro, mucho más para un oscuro tratado de alquimia como «El misterio de las catedrales». A juicio de Javier Sierra, su secreto es que «contiene un material imperecedero y altamente fascinante».

«La clave está en que nos enseña a «leer» el arte gótico en general, y las fachadas de la catedral de Notre Dame de París en particular, utilizando la rica simbología de la alquimia. De hecho, nos obliga a preguntarnos cuánto de ese saber «hermético» manejaron los maestros constructores del gótico y de dónde lo obtuvieron», explica el escritor. Ésa es, en su opinión, la mayor aportación del libro: «Nos enseñó a «leer» las catedrales, no solo a (ad)mirarlas».

Para José Luis Corral, ese contenido lleno de simbolismo y con diferentes vías de interpretación es una de las claves que explican su éxito, aunque el misterio siempre ha atraído a miles de lectores «sobre todo si se mezclan y confunden como es el caso de este libro, realidad y fantasía». Historiográficamente, aclara el historiador de la Universidad de Zaragoza, «no aporta nada y está lleno de errores de interpretación» ya que, por ejemplo, «considera como originales de la Edad Media, y así las analiza, esculturas que se labraron en el siglo XIX en las obras de restauración de la catedral de Nuestra Señora de París y lo mismo hizo con las vidrieras, que tampoco eran, salvo el rosetón norte, medievales».

«En cuanto a la interpretación de aspectos lingüísticos, como derivar la palabra «argot» del concepto «arte gótico» y decir que el argot era «el lenguaje de los pájaros» es absurdo», continúa el historiador.

El misterio del misterio

El verdadero secreto del interés que aún hoy despierta Fulcanelli es, a su juicio, «el misterio que rodeó a su autor en todos los sentidos, desde su desconocida e intrigante personalidad hasta su desaparición».

Carlos J. Taranilla de la Varga lo incluye entre los personajes enigmáticos de los que escribe en su último libro sobre «Grandes enigmas y misterios de la Historia» (2017). «A día de hoy, no se sabe a ciencia cierta su identidad. Fulcanelli quedó en el anonimato», subraya este escritor y divulgador leonés antes de relatar un episodio que contribuyó a aumentar su halo misterioso.

En el libro «El retorno de los brujos» (también traducido como «El amanecer de los magos»), se recoge un episodio supuestamente ocurrido en 1937 en el que el científico Jacques Bergier «creyó tener excelentes razones para creer que se hallaba en presencia de Fulcanelli». Bergier trabajaba entonces como ayudante del científico pionero en la investigación nuclear André Helbronner en un laboratorio de ensayos de la Sociedad del Gas, de París, cuando un «misterioso personaje» le advirtió de los peligros de la energía nuclear.

«Los trabajos a que se dedican ustedes y sus semejantes son terriblemente peligrosos. Y no son solo ustedes los que están en peligro, sino también la Humanidad entera (…) Pueden fabricarse explosivos atómicos con algunos gramos de metal, y arrasar ciudades enteras. Se lo digo claramente: los alquimistas lo saben desde hace mucho tiempo (…) Bastan ciertas disposiciones geométricas, sin necesidad de utilizar la electricidad o la técnica del vacío», contaba Bergier que le dijo aquel hombre, anticipándose en ocho años a la detonación de la primera bomba atómica.

«Queda ese enigma de si era Fulcanelli y de si se adelantó con sus declaraciones a los acontecimientos nucleares», admite Taranilla de la Varga algo receloso, porque ese episodio fue escrito por Louis Pauwells «a toro pasado, ya que el libro se publicó en 1963». «Todo huele a tufo», añade.

Javier Sierra indica que, «por desgracia», no existe ningún documento anterior de Bergier que pruebe la veracidad de este testimonio recogido en «El retorno de los brujos». El escritor describe a Bergier como «un hombre fascinante, que estuvo implicado en mil campos -desde el espionaje a la ciencia de vanguardia- y una fuente inagotable de anécdotas». La de Fulcanelli «es una más», aunque sus libros rebosan de otras no menos intrigantes, según Sierra.

«Siempre estuvo muy obsesionado con el uso bélico de la energía nuclear. Solo eso explica que años después afirmase que el famoso manuscrito Voynich, ese libro indescifrable medieval que se guarda en la Universidad de Yale, era en verdad un tratado para el manejo de la fuerza del átomo», añade.

El supuesto encuentro habría tenido lugar ocho años después de que saliera a la venta un segundo libro de Fulcanelli, «Las moradas filosofales» (1929), en el que ampliaba sus teorías alquímicas a otros edificios góticos civiles y militares. Después, desapareció. No así las conjeturas sobre su identidad, que no dejaron de proliferar. Se pensó en su prologuista, en el pintor, en un tal Rosny el Viejo (escritor de obras esotéricas), en el Doctor Jaubert y otros aficionados al ocultismo como Castelot, Fauguerons o Dujols… También se sostuvo que tras el seudónimo se amparaba un colectivo de masones, alquimistas y ricos aficionados a las ciencias ocultas de París que se hacían llamar Los Hermanos de Heliópolis, a los que Fulcanelli dedicó su obra.

«Los únicos que le conocían, Canseliet y Champagne, sostenían lacónicamente que se trataba de un aristócrata de mediana edad, con cuya fortuna había estado a las puertas de descubrir la piedra filosofal», relata Taranilla de la Varga en su libro.

Sevilla y la conexión Heliópolis

Las especulaciones lo llevaron hasta Sevilla, donde varios discípulos dijeron haberlo visto en los años 50, con una apariencia mucho más joven de la que correspondería a su edad debido a que había comprobado los efectos del elixir de larga vida. Allí lo situó José Luis Corral en su novela «Fulcanelli. El dueño del secreto» (2008), vinculando al misterioso alquimista con el barrio sevillano de Heliópolis.

«Cuando se hizo en 1929 la gran Exposición Universal de Sevilla, varios masones participaron en el diseño de la misma. El barrio nuevo que se construyó para albergar los edificios de la exposición recibió el nombre de Heliópolis, «la ciudad del sol», nombre extraño y ajeno por completo a Sevilla», explica Corral.

Él, sin embargo, no cree que Fulcanelli fuera una única persona. «Se han propuesto varios nombres, todos ellos miembros de las tertulias que se reunían en las librerías de temas esotéricos en el barrio de Montparnasse en París. Probablemente se trate de un colectivo formado por varios de ellos, pues el estilo del libro «El misterio de las catedrales» parece obra de varias manos», afirma.

¿Un anagrama?

Para Javier Sierra, «quizá la clave se esconda en el propio pseudónimo de «Fulcanelli»» y en esa primera edición de «El misterio de las catedrales» de 1926, de la que se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Francia en París y media docena de ejemplares (hoy de gran valor) más en manos de particulares o bibliotecas masónicas. El escritor explica que con las letras de su nombre se puede armar una misteriosa frase en francés: «l’écu final» (el escudo final) y en la edición original de 1926 -no en posteriores ni en las traducciones- figura un escudo con otra misteriosa frase: «Uber Campa Agna». «Qué curioso que el nombre completo de Julien Champagne, uno de los eternos candidatos a ser Fulcanelli, un artista bohemio y ocultista del París de principios del siglo XX, fuera Julien Hubert Champagne. Uber Campa Agna, pronunciado a la francesa y rápido, recuerda a ese nombre. Eso es cábala fonética, algo que lauda repetidamente «El misterio de las catedrales»», constata.

En 1999, Jacques d’Arès causó un gran revuelo al sacar a la luz un manuscrito presuntamente escrito por Fulcanelli titulado «Finis gloriae mundi», como el célebre cuadro de Juan de Valdés Leal. Surgieron muchas dudas, «razonables» en opinión de Sierra, porque «ese libro, citado por Fulcanelli, nunca se publicó en vida de éste». Tras leer lo que se ha publicado después sobre él, el escritor considera que «no es improbable que sean notas incompletas del mismo autor de «El misterio de las catedrales» y «Las moradas filosofales»». José Luis Corral discrepa: «Mi opinión es que Fulcanelli, fuera quien fuese, no es el autor de este libro, sino alguien que aprovechó el nombre para intentar seguir atesorando éxito, que no logró».

La identidad de Fulcanelli nunca se ha aclarado, probablemente porque nunca se ha abordado una investigación en serio al respecto, a juicio de Corral. «Cuando se ha hecho desde los «incondicionales» ha primado mantener el misterio y el academicismo -especialmente el francés, que es muy rígido, conservador y poco atrevido- no ha querido entrar en ello por parecerle un tema impropio de una investigación seria. Y así seguimos».

El Museo van Gogh viaja en el tiempo al París del cabaré del siglo XIX con sus famosos carteles publicitarios


El Mundo

Cartel publicitario "Le chat Noir" de Théophile Alexandre Steinlen. Alexandre SteinlenMUSEO VAN GOGH

Cartel publicitario «Le chat Noir» de Théophile Alexandre Steinlen. Alexandre SteinlenMUSEO VAN GOGH

El Museo van Gogh presenta una exposición compuesta de carteles publicitarios de varios artistas que poblaron las calles de París a finales del siglo XIX e ilustraciones «hechas para coleccionistas privados de la alta burguesía»,según ha comunicado Fleur Roos de Carvalhoa.

«Artistas como Henri de Toulouse-Lautrec trabajaron para dos mundos, el de los coleccionistas privados, que disfrutaban en su casa de obras de arte impresas, y el de los carteles con propósitos comerciales destinados a exhibirse en la calle y que eran vistos por todo el mundo».

Se dice que la publicidad refleja los gustos de los consumidores de cada época, y a juzgar por los carteles seleccionados por el museo de Ámsterdam, para «Obras de arte impresas en el París de 1900: de la élite a la calle», el París de hace 120 años era la meca del cabaré y las salas de música en directo.

«Muchas cosas estaban pasando en París por esos años y artistas de medio mundo querían ir allí», contó la conservadora Roos, lo que concentró el talento de pintores que soñaban con realizar grandes cuadros, pero que también tenían la posibilidad de diseñar ilustraciones para sobrevivir.

«Cuando Pablo Picasso fue a Francia quería convertirse en ilustrador, como Théophile Alexandre Steinlen», explicó Roos de Carvalho. La intención llevó al malagueño a reproducir en una de sus pinturas del periodo azul, «La habitación azul», una litografía de Toulouse-Lautrec.

Los carteles del París de finales del siglo XIX frecuentemente se colgaban a gran altura y utilizaban colores vivos e imágenes llamativas para atraer la atención de los transeúntes, invitándoles a asistir a lugares tan diferentes como salas de conciertos o clínicas veterinarias, o incitándoles a consumir licores y colonias.

En otras ocasiones se exponían a la misma altura de la calle, con el riesgo de que fueran arrancados por ciudadanos ávidos de tener una pieza de arte en su casa, indicó Roos de Carvalho.

Uno de los anuncios publicitarios es el famoso cabaré «Le chat noir» (El gato negro), frecuentado por Picasso durante su visita a la Exposición Universal de 1900 y que tenía como una de sus atracciones el teatro de sombras.

El mencionado cartel está presidido por un esbelto gato negro de largos bigotes que, sentado, se gira para mirar al espectador de forma desafiante, una obra diseñada por Steinlen que simboliza el espíritu libre del arte de la época y el carácter provocador del cabaret.

Otro de los rótulos, diseñado por Toulouse-Lautrec, da a conocer un espectáculo de cancán del «Moulin Rouge» y retrata a una bailarina con una falda larga que se mueve por el escenario mientras, al fondo, una silueta de hombres y mujeres anónimos la observan.

El viaje en el tiempo propuesto por el Museo van Gogh, abierto al público hasta el 11 de junio, también traslada al visitante a un área menos conocida de las obras de arte impresas, el de las ilustraciones destinadas al selecto público de los coleccionistas privados.

Muchas de esas obras no se colgaban en la pared, sino que se almacenaban en grandes carpetas y eran admiradas por sus propietarios en la intimidad su casa, algo similar a lo que ocurre hoy en día con los libros de fotografía.

«Los coleccionistas podían contratar una suscripción, así recibían varias. Las obras les llegaban directamente a sus hogares, por lo que las disfrutaban de una forma muy privada», puntualizó Roos de Carvalho.

A diferencia de los carteles publicitarios, estas litografías y aguafuertes prescindían del texto escrito y podían convertirse en series con una temática común.

El vuelo que cambió la historia de la aviación


El Mundo

  • Hace 110 años que Alberto Santos Dumont consiguió despegar, volar y aterrizar con su aeronave autopropulsada

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El 23 de octubre de 1906, Alberto Santos Dumont consiguió realizar en París un vuelo autónomo de siete segundos a bordo de su aeroplano 14 bis. Los 60 metros recorridos a una altura de entre dos y tres metros suponían culminar con éxito una aventura que había comenzado el verano del año anterior y que cambiaría la historia de la aviación.

Gracias a su ingenio consiguió lo que ningún otro hasta la fecha, despegar con la potencia de su motor sin ningún tipo de ayuda, volar controlando en todo momento la dirección y altura de la aeronave y aterrizar de una forma segura. Aquella gesta significaría el inicio de la aeronáutica moderna.

La capital francesa de comienzos del siglo XX se había convertido en el epicentro tecnológico de la época a raíz de las dos exposiciones universales celebradas en 1889 y 1900. El 8 de junio de 1905, el brasileño Santos Dumont, inventor y piloto de globos y dirigibles, es testigo del vuelo que Gabriel Voisin hace sobre un aparato que planea sobre el Sena con la ayuda de una lancha motora para despegar. Con su máquina, muy parecida a lo que hoy en día sería un hidroavión, el ingeniero francés se eleva 15 metros y recorre una distancia de 150.

Alberto Santos Dumont a los mandos del 14bis. En la foto se puede apreciar la rueda que por medio de poleas hacía girar el timón de dirección y justo detrás, la palanca de profundidad.

Dumont, nacido en el estado de Minas Gerais en 1873 y afincado en París, era ya por aquel entonces muy popular por haber ganado el reputado Premio Deutsch tras realizar un vuelo controlado de 11 kilómetros con un dirigible desde Saint-Cloud a la Torre Eiffel y regreso. Sin embargo, aquel día, mientras observa el vuelo de Voisin sobre el Sena, globos y dirigibles desaparecen de su mente. El nuevo artefacto volador dispara su imaginación e inquietud y le hace reparar en algo evidente: el futuro desarrollo de la aviación está inevitablemente relacionado con el aeroplano.

Pero ni Voisin ni Dumont eran los primeros en apostar por un artefacto con alas. En Alemania, el ingeniero Otto Lilienthal ya había realizado más de un millar de planeos desde 1891, hasta estrellarse mortalmente en 1896.

Justo en las antípodas, en 1884, el ingeniero e inventor británico, Lawrence Hargrave, había experimentado en Australia con cometas en forma de caja con superficies curvas (células de Hargrave). Fue él quien estableció que una superficie curva tiene mayor sustentación que una plana. Hargrave se elevó con ellas hasta cinco metros y su influencia en las siguientes generaciones le ha otorgado la condición de verdadero padre de la aeronáutica.

También los hermanos Wright habían volado tres años antes que Voisin. El 17 de diciembre de 1903, su avión Flyer recorrió 50 metros sobre las dunas de la playa de Kitty Hawk en Carolina del Norte (EEUU), aunque los Wright necesitaron una catapulta para el empuje inicial y colocar el avión sobre un raíl en los primeros metros del despegue. Dos elementos externos que, sin duda, siguen generando discursión entre historiadores y estudiosos en la materia.

Además, los vuelos de los Wright, al contrario que los de sus competidores en el resto del mundo, no se convertían en eventos multitudinarios. Se realizaban ante un reducido número de asistentes y, quizás por eso, el reciente organismo regulador aeronáutico francés, el Aero Club, no contabilizaba ni reconocía los logros obtenidos por los norteamericanos al otro lado del océano.

Santos Dumont, hijo de un ingeniero que alternaba su profesión con la explotación de minas de oro y el cultivo del café, comenzó a interesarse ya de niño por las máquinas que su padre utilizaba en la plantación. Cuando un grave accidente deja parapléjico al padre, la familia viaja a Francia en busca de tratamiento. Allí, el joven Alberto, descubre su pasión por la mecánica al visitar una feria. Su padre decide entonces donarle en vida parte de su fortuna para que pueda centrarse en su formación.

Con 19 años y libre de preocupaciones económicas, Santos Dumont inicia en París sus estudios de Mecánica, Electricidad, Física y Química, y no tarda en sentirse atraído por los vuelos en globo. Con tan sólo 25 años, comienza una larga y fructífera producción de artefactos voladores. Con su primer globo, el Brazil, de seis metros de diámetro, realiza una treintena de vuelos y adquiere la experiencia necesaria para darse cuenta de que, sin la capacidad de controlar la dirección del vuelo, el globo no tendría mayor evolución.

Ese mismo año bate el récord de altitud con su segundo y último globo, L’Amerique, y construye su primer dirigible, el Nº1. Con un pequeño motor modificado de 3,5 caballos, una hélice y un timón, la aeronave con forma de salchicha se convierte en el primero de los 17 dirigibles que llegó a crear.

Con el Nº 6, alcanza el que sería su mayor reconocimiento hasta la fecha, al rodear la Torre Eiffel en un trayecto que requiere el control absoluto de la dirección de la aeronave. Sin duda, un enorme avance para la época.

Pero, tras presenciar el vuelo de Voisin, Santos Dumont centra todos sus esfuerzos en construir su avión, tarea en la que emplea sólo un par de meses. Utiliza los diseños de Hargrave para las alas. El aeroplano tenía forma de T y, al contrario de los aviones actuales, Dumont coloca el timón de profundidad en la parte delantera y, el motor, en la parte trasera del fuselaje.

Dimensiones del 14 bis

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La estructura de bambú y madera con juntas de aluminio estaba forrada con seda japonesa, de gran ligereza y resistencia. La aeronave se completaba con dos ruedas de bicicleta a modo de tren de aterrizaje y un cesto de mimbre desde el que poder pilotar. En total, 290 kilogramos de peso.

El nuevo artefacto recibe el nombre de 14 bis debido a que, para realizar las primeras pruebas de estabilidad y dirección, el brasileño cuelga el avión de su dirigible Nº14. Tras estos primeros test, Santos Dumont cuelga el 14 bis de un cable atado entre dos mástiles para comprobar que las cajas de Hargrave proporcionan la estabilidad necesaria. Se trata del primer simulador de vuelo de la historia.

Alentado por el resultado, el inventor vuelve a amarrar el aparato al dirigible Nº14, esta vez con el fin de probar la dirección y el motor, utilizando la capacidad de vuelo del propio dirigible. Por último, para completar las pruebas, volvió a colgar el avión de un cable y esta vez utilizó una mula para impulsarlo.

Cuando, en agosto de 1906, realiza su primera prueba de vuelo autónoma, comprueba que el motor de 24 caballos no tiene suficiente potencia. Uno de los principales problemas a los que se enfrentaban los aviadores de la época era precisamente el propulsor. Los Wright construyeron el suyo para el Flyer con 12 caballos insuficientes para el despegue.

Santos Dumont conocía los motores disponibles en aquel momento y se decidió por el Antoinette V-8 de Léon Levavasseur, utilizado habitualmente en lanchas rápidas. Los 24 caballos del motor tampoco le ofrecen la potencia necesaria para despegar y Levavasseur modifica uno para obtener el doble de potencia a 1.500 revoluciones por minuto. Tras colocar el nuevo motor de 50 caballos y reducir 40 kilos el peso en la parte posterior del avión, el 14 bis estaba preparado.

Cómo controlar la aeronave

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El 23 de octubre de aquel año, junto al río Sena, en el parque de Bagatelle de París y, en presencia de un consejo técnico y el Aero Club de Francia, Santos Dumont consiguió despegar ayudado tan sólo por la propulsión de su motor Antoinette. Gracias a las células de Hargrave, sus alas levantaron la aeronave y mantuvieron la estabilidad necesaria durante su corto vuelo.

El 12 de noviembre del mismo año, el 14 bis reapareció en el mismo lugar con una importante novedad: con el objetivo de aportar mayor estabilidad se le habían añadido unos alerones en forma de octógono. Santos Dumont mejoró su pilotaje y el rendimiento del aparato logrando volar durante 21 segundos a seis metros de altura y recorriendo 220 metros a una velocidad de 41 kilómetros por hora.

Con estos experimentos y avances, Alberto Santos Dumont, consiguió establecer las bases técnicas que marcarían el rumbo del desarrollo de la aviación y a las siguientes generaciones de aeronautas.

FUENTES: ‘Santos Dumont y la invención del avión’ Henrique Lins de Barros, ‘Las alturas, una biografía de Santos Dumont’ Rodolfo Nunhez y Museo del Aire de Sintra, Portugal

El madrileño que guió a «La Nueve», la compañía republicana que liberó París del nazismo


ABC.es

  • Federico Moreno es uno de los integrantes de este batallón al que el Ayuntamiento de Madrid quiere homenajear dándole su nombre a un jardín de la capital
 Uno de los vehículos de «La Nueve» entrando en París - ARCHIVO ABC

Uno de los vehículos de «La Nueve» entrando en París – ARCHIVO ABC

«Eran hombres muy valientes, difíciles de mandar, orgullosos y temerarios». Eso dijo de ellos el capitán francés Raymond Drone, su jefe cuando irrumpieron en París a finales de agosto de 1944. Todos eran españoles, de distintas partes de la geografía e integraban «La Nueve», la 9ª compañía encuadrada en la 2ª División Blindada del Ejército de la Francia Libre. Además, entre los miembros más destacados, había un madrileño.

Se llamaba Federico Moreno y, como los miembros de dicho batallón, era uno de esos republicanos que salieron de España después de la victoria de Franco en la Guerra Civil. Provenían de organizaciones distintas pero todos encontraron refugio en las filas del ejército francés, bando para el que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, cuando cosecharon una importante victoria al arrebatarle la capital francesa a los nazis.

Entonces fueron debidamente homenajeados y, de hecho, hasta tienen un jardín con su nombre en París. Ahora, varias décadas después, el Ayuntamiento de Madrid quiere reconocer su labor del mismo modo: poniéndole su nombre a un jardín de la capital. De hecho, para que el reconocimiento cristalice, únicamente falta que el Pleno del Consistorio apruebe esta iniciativa.

«Hombre mesurado»

Junto con sus compañeros, Moreno irrumpió en París, donde por sorpresa no encontraron ninguna oposición, a los mandos de sus vehículos de guerra que, como buenos españoles, tenían nombres como «España Cañí», «Don Quijote», «Madrid» o «Belchite». Causó sorpresa entre los parisinos que, finalmente y tras ver que acudían al rescate, pronto salieron a las calles para celebrarlo.

Al parecer, y también en virtud del general Dronne, Moreno era un hombre que hacía gala de una gran calma, «de juicio mesurado, lúcido y valeroso», aunque no hacía gala de ningún tipo de ostentación. Se especula, también, que era tipógrafo de profesión y socialista de orientación política.

La sangrienta matanza de almirantes franceses que condenó a Napoleón en Trafalgar


Manuel P. VillatoroABC_Historia

  • Entre 1793 y 1794, multitud de capitanes de navío fueron asesinados por ser monárquicos. Estas muertes dejaron sin militares cualificados al «Pequeño Corso» para combatir contra la «Royal Navy»
 Más de 40.000 personas fallecieron durante el terror francés - Wikimedia

Más de 40.000 personas fallecieron durante el terror francés – Wikimedia

El «terror francés». Este es el término que se utiliza, a día de hoy, para definir el periodo en el que la Revolución Francesa asesinó a miles de galos contrarios a los nuevos vientos de libertad, igualdad y fraternidad. Apenas se desarrolló durante un año (de 1793 a 1794) pero se llevó por delante 40.000 vidas. Muchas de ellas, pertenecientes a los almirantes y capitanes de navío de la Armada del país, quienes sufrieron en sus propias carnes lo que era defender la bandera de Luis XVI y Maria Antonieta. Aquella matanza, aunque útil para los intereses del gobierno, dejó en paños menores a la flota, pues los líderes políticos se vieron obligados a dar el mando de la segunda marina más importante de la época a hombres que no sabían del mar más que su color. A su vez, dichas muertes provocaron que, apenas una década después, Napoleón Bonaparte se tuviese que enfrentar -junto a los bajeles españoles- en Trafalgar a la «Royal Navy» con militares carentes de experiencia y con menos batallas a sus espaldas que un grumete adolescente. Un factor determinante que provocó una de las derrotas más sonadas de la Historia de España.

Para hallar el origen del «terror francés» («terror gabacho», que podríamos decir por estos lares) es necesario hacer retroceder el calendario hasta el año 1789. Por entonces gobernaba «la France» el monarca Luis XVI, quien -además de haber accedido al trono 14 primaveras antes- era conocido por varias cosas… y ninguna buena. Y es que, además de tener un apetito sin fin (algo que le granjeó contar con unos «kilitos» de más y ser comparado, siempre a sus espaldas, con un cerdo), también era tímido y sumamente medriocre en las labores de estado. Lo tenía todo el tipo para enfadar a la corte. «El trabajo intelectual le fatigaba, durmiéndose en el Consejo, al mismo tiempo que había vivido lamentables hechos domésticos que le habían desacreditado», explican varios historiadores en el dossier «Revista mensual de ciencias, letras y artes» editada en 1949 por la Universidad de Chile.

Tampoco andaba el monarca demasiado dichoso en lo referente a sus amores, pues estaba casado con Maria Antonieta, una coqueta y guapísima austríaca que se solía preocupar más por bajarse la falda frente a sus amantes y gastar a sacos el tesoro real, que por el bienestar de su pueblo. Según cuenta el sociólogo y divulgador histórico Adrián Meló en su obra «El amor de los muchachos», la reinona solía pasar los ratos muertos disfrazándose de plebeya y seleccionando a aquellos que, posteriormente y por invitación real, le demostrarían su amor en la alcoba. Que el monarca y su esposa eran un par de desgraciados que no se creían su propio cargo era, por entonces, algo sabido por nobles, panaderos y mendigos. Así lo atestigua el historiador del siglo XIX Albert Mathiez, quien no tuvo problemas en cargar contra Luis, pluma mediante, de la siguiente forma: «En teoría, el monarca, representante de Dios sobre la Tierra, gozaba del poder absoluto. Su voluntad era la ley. Lex Rex. En la realidad no lograba hacerse obedecer ni aun de sus funcionarios inmediatos. Mandaba tan suavemente que parecía ser el primero en dudar de sus derechos».

Con todo, el mayor problema de entonces no era que los reyes andasen de aquí para allá demostrando su incompetencia (algo que hacen hoy en día muchos políticos sin que les cortemos la cabeza por ello) sino que «la France» andaba tambien muy escasa de monedas con las que pagar sus múltiples «gastés». Además, los monarcas preferían usar las mismas en menesteres de su interés que en alimentar a su hambriento pueblo, al cual le sonaban día sí, y noche también, las tripas por no tener nada que meterse entre pecho y espalda tras las pésimas cosechas que se habían ido al infierno. Concretamente, Luis se estaba dejando hasta el último doblón de la cartera en ayudar con armas y hombres a aquellos rebeldes que, al otro lado del Atlántico (en la nueva América, para ser más específicos) habían iniciado una revuelta contra la infame y odiada Inglaterra. Todo ello, por cierto, por obra y gracia de los impuestos (que las luchas no se pagan solas, oiga). Se dice que se gastaron hasta 2.000 millones de libras en esta «aventura militar»

Para colmo de males, a todo este ambiente de tensión se le sumó la llegada de unos nuevos pensadores que proclamaban unas ideas bastante molestas para los monarcas. Estos «ilustrados» (en el sentido más literal de la palabra, pues eran partidarios en cierto modo de esta corriente ideológica y cultural) eran conocidos como jacobinos y buscaban dar una buena patada en el «cul» a aquellos que ostentaban el poder por entonces. Es decir, dar importancia al hombre individual, aquel ubicado en los escalones más bajos de la sociedad. Y eso… ¡En una época en la que el rey consideraba que ostentaba el poder por obra y gracia del Señor! «Los jacobinos creían que la sociedad ideal debería estar constituida en gran parte por hombres como ellos, trabajadores económicamente independientes porque viven de su profesión (son propietarios de su saber) o porque son pequeños productores […] Desde esta situación social era lógico que su pretensión social fuese la igualdad o, más específicamente, el rechazo de las desigualdades extremas», explica el politólogo español y profesor de la Historia de la politología Fernando Prieto en su obra «La revolución francesa».

Comienza la revolución

Con esos precedentes no resultó extraño que, el 14 de julio de 1789, el pueblo se levantase en armas contra el viejo poder representado por el monarca y tomase la Bastilla, el símbolo por excelencia de la opresión. «La Bastilla era la fortaleza medieval de torres macizas y formidable altura que se levantaba en medio de […] París y cuyo uso militar ya no se justificaba. Había sido durante años el bastión de muchas víctimas de la arbitrariedad monárquica, cuando el cardenal Richelieu empezó a utilizarla como cárcel de estado, donde se encarcelaba sin juicio a los parisinos señalados por el rey con una simple carta y se pudrían las víctimas de por vida», explica Dolores Luna-Guinot en su obra «Desde Al-Andalus hasta Monte Sacro». Aquella jornada, los más de 100 soldados a cargo de la defensa de esta pequeña fortaleza tuvieron que resistir durante horas el asedio del pueblo llano que, reforzado por algunos antiguos soldados perteneciente a la Guardia Suiza, lucharon a brazo partido por acabar con hasta el último defensor.

Motivados también por la necesidad de conseguir pólvora para los fusiles que había robado en la ciudad (la Bastilla contaba en su interior con un gran arsenal) los ciudadanos, más de 50.000 según se dice, no pararon de disparar ni un segundo. Segando y segando las vidas de los defensores. Finalmente, la posición acabó rindiéndose bajo promesa de que ningún militar monárquico sufriría represalias. «Oui, oui…», que debieron decir los atacantes. Pero la realidad fue bien distinta, pues el pueblo capturó al alcaide la prisión, el marqués Bernard-René Jordan de Launay, y, tras arrastrarle por las calles de París (donde, por cierto, recibió todo tipo de gargajos de la boca de sus compatriotas) fue asesinado de la forma más cruel posible: bajo los cuchillos de una turba violenta. «Mataron a su gobernador, lo decapitaron y pasearon su cabeza por las calles de la aterrada ciudad. La Bastilla fue saqueada, incendiada y destrozada», explica el archivista Fernando Báez en su obra «Las maravillas perdidas del mundo. Breve historia de las grandes catástrofes culturales de la civilización». Acababa de comenzar oficialmente la Revolución Francesa.

Las pescaderas asesinas

La movilización no se quedó solo en la toma de la Bastilla y en el paseo de la cabeza del director de la prisión por las calles parisinas, sino que continuó con las políticas revolucionarias de una Asamblea Nacional (un nuevo gobierno) que había sido proclamada antes de la conquista de la fortaleza. La misma había sido constituída por los miembros del «Tercer estado» (aquellos franceses de menor capacidad económica) y buscaba fomentar la igualdad, la fraternidad y la legalidad. «Los miembros del Tercer Estamento se autoproclamaron Asamblea Nacional, y se comprometieron a escribir una Constitución. […] Se declararon como únicos integrantes de la Asamblea Nacional, que no representaría a las clases pudientes sino al pueblo en sí […]. Si bien invitaron a los miembros del Primer y Segundo Estado a participar en esta asamblea, dejaron en claro sus intenciones de proceder incluso sin esta participación», explica la licenciada en Historia Maribel Alejandrina Valenzuela en su dossier «La Revolución Francesa».

Además, la Asamblea firmó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, una nueva constitución en la que se afirmaba que todos los hombres eran iguales ante la ley. También le pusieron «huevés» y decidieron que no iban a tolerar más que el poder residiese en el rey, por lo que idearon una monarquía constitucional en la que el Luis quedaría plegado a los deseos del pueblo. Lo cierto es que este emisario divino no le dio en los primeros momentos demasiada importancia al alzamiento de las masas en París y a la creación de la Asamblea Nacional. De hecho, hubo que esperar un poco para que Luis se tomara todo aquello con la importancia que requería. Concretamente, hasta que una turba sedienta de sangre -y encabezada principalmente por pescaderas con cuchillos de escamar– entró en su palacio el 5 de octubre dispuesta a asesinar a Maria Antonieta.

Aquel día, el monarca se enteró por las bravas de lo serio que era todo aquello cuando las «poissardes» -armadas con sus cuchillos y una mala uva terrible por la escasez de pan y la subida de precios- se personaron en Versalles, asesinaron a los guardias del palacio cortándoles la «tete» y persiguieron a la asustada María Antonieta por los corredores. Al final, a Luis XVI no le quedó más remedio que aceptar lo que solicitaban aquellas asaltantes. Y más le valió, pues de lo contrario podría haber acabado bajo tierra. Así pues, y con un filo bajo la garganta, el monarca firmó con una sonrisa falsa en los labios la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. «No preocupare pa -que debió pensar (o algo así)- que rubrico y esto y lo que haga falta para seguir mi vida». Tras el suceso, las tenderas se armaron de valor y obligaron a Sus Majestades a ir viajar hasta París para estar bajo la custodia de la revolución. Curiosamente, varias de ellas escoltaron su carruaje para evitar que huyeran.

Con todo, a día de hoy son muchos los expertos que afirman que aquella revuelta multitudinaria fue instigada por mujeres que no eran meras pescaderas, sino revolucionarias influyentes que aprovecharon el momento de tensión para echar, si cabe, más leña al fuego. «En la noche del 5 al 6, en su mayoría pescaderas parisinas mezcladas con revolucionarias camufladas, disfrazadas de pescadera, querían obtener pan y esperanza […]. Los escasos muertos habidos durante este episodio fueron más bien el resultado de la manipulación sufrida por aquellas mujeres de origen humilde, que en realidad fueron llevadas allá sin saberlo, con fines que desconocían, y el resultado de esta manipulación tuvo un alcance mucho mayor de lo que podían imaginar aquellas mujeres que vendían pescado en París, pues a fin y al cabo significó el principio del fin de Luis XVI y María Antonieta», explica el licenciado en filosofía Josep Pradas en su dossier «¿Las víctimas como precio necesario?».

«Adieu a la tete»

Una vez en París, los monarcas fueron obligados a aceptar la monarquía constitucional y rebajar su poder hasta límites insospechados. Pero los disgustos de Luis solo acababan de empezar, pues tuvo que firmar decretos en los que perdía cada vez más poder. Se ve que el rey andaba hasta la corona de tener que tragarse todo aquello, pues el 21 de junio de 1791 decidió salir por piernas con su esposa de aquel caos para llegar hasta Austria, tierra natal de Maria Antonieta y, desde allí, solicitar el apoyo de un ejército para aplastar la revolución. Sin embargo, el cuento de la lechera le duró poco. Y es que, tanto él como su esposa acabaron siendo atrapados con las manos en la masa cuando apenas estaban a unos pocos kilómetros de la frontera. El guardia que les capturó no podía creer aquello: ¡Los reyes habían traicionado la monarquía constitucional!

Los monarcas fueron enviados a París por un grupo de pescaderas furiosas

Inmediatamente, la pareja fue enviada a París de nuevo. Habían gastado su último cartucho, y les había salido bastante mal. Instantaneamente fueron expulsados del poder acusados de traición. De nada valió que las potencias europeas (entre las que destacaba Austria) declarasen la guerra a la nueva Francia indignadas ante el encarcelamiento de los monarcas, pues no tardó en formarse un ejército popular que acudió al frente para, a base de mosquetazos, repeler a aquellos «malvados monárquicos». Fue en ese momento cuando los revolucionarios decidieron dar un golpe de efecto… matar a Luis para demostrar que la movilización iba a llegar hasta el final. El galo pasó por la guillotina (el instrumento para ajusticiar preferido en el país) el 21 de enero de 1793.

«A las nueve vinieron a buscarle; él salió con su confesor y presentó su testamento […] subió a un carruaje […] Todo estuvo tranquilo; por todas partes reinaba un silencioso terror, y una triple fila de soldados guarecía la carretera. Durante el tránsito, Luis tomó el brevario […] y tomó los salmos análogos a su posición. Habiendo llegado al lugar fatal, y siempre imperturbable […] se quitó su vestido exterior […] y presentó sus manos a los verdugos con una resignación heroica. “Id, hijo de san Luis, subid al cielo”, le dixo su confesor mientras subía al cadalso. […] Los verdugos se apoderaron del rey, y a las diez y media el crimen ya estaba consumado», explica el cronista Michel Pierre Joseph Picot en su obra «Memorias para servir a la historia eclesiástica durante el siglo XVIII». La revolución acababa de quemar su última nave, ya no podían volverse atrás

El inicio de las masacres

Pero la muerte del monarca estuvo lejos de llevar la tranquilidad a Francia. De hecho, avivó el odio de las potencias internacionales que -monárquicas hasta el corvejón- redoblaron sus esfuerzos para acabar con la revolución por las bravas. Aquello les supuso a los gabachos tener que subir los impuestos para evitar ser asediados. «La guerra, a pesar de las victorias sobre Saboya, Prusia y Bélgica, agravó la situación debido a las malas cosechas de los años 1792 y 1793, la tensión política aumentó», explica Carlos Aguilar Blanc (profesor de Filosofía del Derecho y Política en la Universidad Pablo de Olavide) en su obra «El terror de estado francés: Una perspectiva jurídica». La situación terminó de ponerse negra cuando el nuevo gobierno trató de reclutar la friolera de 300.000 hombres para mandarlos al frente en la ciudad de la Vendée. La medida, lógicamente no fue muy bien recibida por los ciudadanos, que se levantaron en armas contra la nueva política. Todos fueron masacrados por las milicias.

La situación cansó al gobierno que, hasta el sombrero de tanto enemigo, comenzó a pensar que había traidores tras cada esquina. Nobles y altos cargos favorables a la monarquía que estaban esperando cualquier momento para dar un golpe de mano y volver a entregar el poder a la familia real. Fue en ese momento cuando comenzaron las purgas masivas de todo aquel que pudiese haber tenido alguna relación, por pequeña que fuese, con la monarquía.

La primera en caer, lógicamente, fue la reina, quien aún permanecía con vida suspirando por la muerte de su esposo. María Antonieta dejó este mundo el 16 de octubre de 1793, día en que su cabeza fue separada de su cuerpo por la «cuchilla nacional» (apodo que recibía la guillotina). Para entonces su belleza ya se había marchitado y, a pesar de no llegar a los 40 años, mostraba un pelo blanco, una figura extremadamente delgada por los continuos disgustos, y un carácter falto de vitalidad. Se cuenta que el pueblo la escupió mientras se dirigía en un carruaje sin capota hacia el patíbulo, aunque no se dejó amedrentar y se mantuvo estoica en todo momento. «Maria Antonieta fue […] conducida al cadalso en una carreta, y no desmintió su firmeza en aquel angustioso trance», explica el sacerdote Antoine-Henri Berault-Bercastel (contemporáneo de la monarca) en «Historia general de la Iglesia desde la predicación de los apóstoles, hasta el pontificado de Gregorio XVI».

A continuación, los revolucionarios -apoyados por pequeños grupos violentos- la tomaron con todo aquel que pudiese oler a monárquico o enemigo del nuevo gobierno. «Se pensaba que era ponsible cambiar la sociedad pero, para ello, había que acabar con los aristócratas, los nobles, los curas refractarios, los monárquicos constitucionales, pero también con los accapareurs (aquellos que especulaban con la comida y la moneda del pueblo) y los oisifs (los que vivían de las rentas no salariales) todos ellos eran culpables de la crisis de abastecimiento de las necesidades más básicas», completa el experto español. Todos ellos fueron asesinados indiscriminadamente por el poder de la nueva política. Ya fuera mediante fusilamientos masivos -cuando la guillotina no daba más de sí- ahogamientos o ahorcamientos. También se hicieron tristemente famosos los «baños de Nantes», un castigo aplicado en dicha región que consistía en meter a los condenados en una barcaza y, una vez que se hallaban en el centro del Loira, hundir aquellos buques con ellos dentro.

Todas estas sanguinarias matanzas fueron favorecidas por el gobierno de la Convención (los revolucionarios de turno) quienes, el 10 de marzo de 1793, aprobaron una ley que establecía que existían dos tipos de delitos por los que una persona podía ser condenada a muerte: económicos e ideológicos. Los últimos fueron los más habituales y los que se llevaron más almas. Pocos meses después se pusieron también sobre blanco una serie de ejemplos que explicaban, pormenorizadamente, todas las personas que debían pasar por el patibulo. En ellos se incluían, tal y como recoge Blanc, los siguientes: «Aquellos que hubiese provocado el restablecimiento de la monarquía o buscado envilecer o disolver la Convención Nacional y el gobierno revolucionario o republicano. Aquellos que hubieran intentado impedir el aprovisionamiento de París, o provocar la escasez de la República. Aquellos que hubiesen secundado proyectos de los enemigos de Francia o favorecido la retirada y la impunidad de los conspiradores y la aristocracia». Y todo ello, sumado a un largo etc.

La guillotina, los fusilamientos y los ahogamientos se generalizaron

A su vez, todas las garantías procesales fueron suprimidas mediante un texto legal que afirmaba, en primer lugar, lo siguiente: «La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo es cualquier especie de documento, sea material, sea moral, sea verbal, sea escrito, que pueda obtener naturalmente el asenso o beneplácito de todo espíritu justo y razonable». El artículo XIII de esta ley iba todavía más lejos: «Si existen pruebas, sean materiales, sean morales, independientemente de la prueba testimonial, no serán oídos los testigos, a menos que esta formalidad parezca necesaria, sea para descubrir cómplices, sea por otras consideraciones mayores de interés público». Es decir, que la ley estaba ideada y preparada para acabar con cuántos más enemigos de la revolución mejor.

Aquellas matanzas, además de crueles, se cobraron la vida de miles y miles de francees, muchos de los cuales se dejaron la vida sabiendo que, a pesar de no ser monárquicos y no haber pensado nunca en política, habían sido acusados por algún desaprensivo sin escrúpulos. Los datos extraoficiales nos dicen que murieron ejecutadas alrededor de 41.000 personas en apenas un año. De forma oficial, el Estado francés registró un total de 16.594 muertes, 2.639 en París. De ellas, solo se conoce el origen de 14.000, 1.000 de las cuales pertenecían a la alta nobleza gala. «Algunos calculan un número aproximado de 2.000 nobles ejecutados y unos 16.000 exiliados de un censo de 350.000», añade el experto hispano.

La matanza de oficiales de la Armada

A pesar de que todos los estamentos de la sociedad francesa se vieron afectados por estas sangrientas purgas, uno de los que más sufrió las persecuciones del gobierno fue el ejército y, más concretamente, la Armada. Esta se vio perseguida después de que una parte de sus oficiales entregaran Toulon (una plaza fuerte ubicada al sur de Francia) a los británicos. Aquel acto, perpetrado por militares realistas que querían que la revolución fuese aplastada, puso en el punto de mira a toda la marinería. «La purga se hizo sobre la armada por razones ideológicas y políticas. Muchos capitanes desaparecieron. Eran mandos incómodos que habían pertenecido a la monarquía borbónica, por lo que decidieron quitárselos de en medio. Algunos tuvieron suerte y emigraron antes de que comenzase la revolución, pero otros no y fueron asesinados sin piedad», explica, en declaraciones a ABC, Manuel Moreno Alonso, Catedrático de Historia y autor de «Napoleón. De ciudadano a Emperador» (editado por Sílex).

Hugo O’Donnell, militar español y miembro de la Real Academia de Historia, afirma lo mismo en su dossier «Trafalgar. Análisis de las fuerzas aliadas (buques, mandos y dotaciones)»: «La Revolución francesa represalió a la oficialidad sospechosa de “realismo” y esta persecución se incrementó a partir de la entrega por una parte de esta de la base de Tolón […] en 1793, con lo que el mero hecho de pertenecer a la aristocracia pasó a convertirse en “crime de noblesse”». No se libraron ni los oficiales más experimentados y que habían servido a Francia durante años. No contaron las victorias, las bajas hechas al enemigo… Tan solo valía ser un firme defensor de los valores de la nueva República francesa. Así pues, se sabe que no fueron pocos los capitanes de navío (uno de los mayores cargos a los que se podía aspirar por entonces en lo referente a la marinería) que fueron expulsados del país o, simple y llanamente, asesinados.

«En la época de la Revolución fueron miles los que murieron por estar conectados presuntamente con la monarquía. El problema es que en Francia no se ha hecho un análisis o un estudio específico en el que se pueda ver como afectó en números eso a la Marina. Se habla del terror de 1793 y de 1794. Allí la cantidad de almirantes que cayó fue enorme. Pero se desconoce el número concreto. En esa época muchos fueron expulsados fuera de Francia y luego ya no se integraron en el ejército de Napoleón. Otros fueron condenados a muerte y fallecieron de múltiple formas. Una era atarles bolas de cañón a los zapatos, lanzarles al agua y esperar a que se ahogasen», explica el profesor universitario a ABC. Los que se marcharon por piernas de la «France» para no dejar este mundo tampoco vivieron demasiado bien -en muchos casos- en el exilio. De hecho, y tal y como afirma Alonso, la mayoría cayeron en desgracia y jamás regresaron a su país.

Otros, por el contrario, decidieron vengarse de la Armada Francesa revolucionaria aliándose con los mayores enemigos de su país. Así lo señala Alonso: «Hubo algunos militares, y hasta generales, que se pasaron a los ingleses. Así quedó atestiguado en sus memorias. Tras las purgas de la Revolución, por ejemplo, uno de los almirantes más destacados de Francia se convirtió en asesor de los ingleses. Otros se asociaron posteriormente con los españoles en la Guerra de la Independecia para dar información detallada sobre las tácticas de Napoleón debido al odio que sentían hacia el Emperador. Con todo, muchos de ellos intentaron regresar a la marina cuando la situación se relajó». Con todo, muchas muertes fueron absurdas, pues se determinó -como pasaba en el mundo civil- que todo aquel que fuese acusado con una prueba medianamente creíble pasaría por la guillotina. Esto hizo que incluso algunos oficiales fervorosamente seguidores de la revolución cayeran bajo la cuchilla.

El fin de Napoleón en Trafalgar

Además de la evidente pérdida absurda de vidas, en lo referente a la Armada francesa el equívoco fue todavía mayor, pues la Revolución asesinó a una buena parte de los oficiales más veteranos (y por tanto, más proclives a la monarquía) y más experimentados. Estas vacantes, como bien señala O’Donnell, se terminaron cubriendo con voluntarios de escaso conocimiento naval, oficiales sin la preparación necesaria para dirigir navíos y políticos de los comités revolucionarios que no sabían nada del mar. Se sembró, por lo tanto, la semilla del desastre en una marina, la francesa, que había llegado a ser la segunda más poderosa del mundo tras la británica. «Los capitanes navales aristocráticos y bien formados, perdidos por la emigración o por las purgas de la acción revolucionaria, no podían ser sustituidos con la misma facilidad que los oficiales de infantería. Además, los ideales de libertad, igualdad y fraternidad eran, probablemente, menos compatibles con los deberes y la disciplina de la vida en el mar que en los campamentos», explica Geoffrey Parker en «Historia de la guerra».

Las tripulaciones tampoco se libraron de estas purgas y fueron muchos los marineros asesinados por navegar en barcos «realistas». Todo aquel «pitote» dejó a la Armada en cuadro, sin oficiales experimentados ni marinos capaces de realizar las tareas más básicas. La situación solo pudo empezar a remediarse en 1798, cuando se detuvieron los asesinatos estatales. Ese año, Eustache Bruix, ministro de marina, tomó varias determinaciones. La primera fue (aprovechando la relajación de los extremistas) recuperar a cuántos más oficiales pudiera del exterior, fueran de la opinión política que fuesen. A su vez, también instauró «cursos» navales para los nuevos oficiales. «La máxima de Bruix era hacer las cosas pausadamente hasta conseguir un nuevo cuerpo de oficiales con verdadera solera. “Demos tiempo a lo que pide tiempo; alarguemos la victoria, queramos una marina y tendremos una marina”, dijo», completa O’Donnell.

No obstante, solo obtuvo una mezcolanza de capitanes antiguos, ensimismados en las viejas tácticas navales, y unos jóvenes revolucionarios que -al no tener ni dea del mar- se dejaron aconsejar por aquellos en lo referente a la mejor forma de combatir. Por lo tanto, no hubo una evolución táctica basada en las nuevas formas de darse de cañonazos contra el enemigo, ideas que sí se estaban fomentando en otros países como Gran Bretaña de la mano de pipiolos (por edad, que no por conocimientos) como Horatio Nelson. Hubo que esperar hasta la llegada de Napoleón Bonaparte (quien tomó el poder en 1799 como cónsul) para que las cosas empezasen a encajar. Aunque, quizá, ya era tarde para una armada francesa a la que le quedaba poco para darse de bofetadas contra los ingleses en el mar. «Se fracasó en el empeño de formar capitanes y almirantes completos, pese a haberse reabierto las escuelas navales, consiguiéndose sólo marinos nuevos con espíritu viejo, pero pero perfectamente capaces de unir su suerte a la de un imperio advenedizo y de profesar una devoción leal por quien estaba a punto de proclamarse Napoleón I», señala O’Donnell.

No obstante -al César lo que es del César- Napoleón fomentó un sistema de ascensos no tanto basado en las ideologías políticas (que, hasta cierto punto, también) como en las credenciales, la valentía y las gónadas mostradas en la lid. También fueron muchos los que, viéndose en la cumbre de su poder, prefieron tocarse las napias que entrenar a sus tripulaciones y obligarlas a mejorar en el uso de las armas. Así lo atestiguaron marinos de la talla de Villaret de Joyeuse, quienes señalaron en su momento que la marina gala era una vergüenza, pues estaba formada por vagos que se preocupaban de tonterías en lugar de mejorar las técnicas de su tripulación. Algo totalmente diferente a lo que hacían los ingleses que, aunque también alistaban en sus buques una marinería formada principalmente por hombres de la naviera mercante, les entrenaban hasta la extenuación en mar abierto para que disparasen con mayor eficacia y rapidez. Los gabachos, por el contrario, prefirieron dejar los barcos en puerto, donde era casi imposible practicar y los grumetes se hastiaban de ir de aquí para allá en puerto. «En realidad, lo que les faltaba y les seguiría faltando a los mandos navales franceses era práctica de largas singularidades y el ejercicio de la táctica de combate de escuadras», determina el experto.

Aquella armada maltrecha, sin oficialidad preparada, ni marinos entrenados, fue la que se enfrentó -junto a los bajeles españoles- el 21 de octubre de 1805 a los experimentados navíos ingleses en Trafalgar siendo derrotada de forma estrepitosa. Según varios autores, debido -entre otras cosas- a la falta de veteranía de sus comandantes. Un claro ejemplo de ello fue el mismo almirante de la armada combinada, Pierre Charles Jean Baptiste Silvestre de Villeneuve, un revolucionario interesado que, debido a la falta de militares experimentados, fue puesto al mando de aquella flota y se vio obligado a vérselas con uno de los marinos más considerados de su tiempo: Horatio Nelson. Este francés nunca debió ser ascendido a pesar de haber protagonizado varios actos de valor, pues no estaba preparado para dirigir a 33 navíos de línea. Pero, simple y llanamente, no había mucho donde elegir.

Y eso, a pesar de que era un interesado pues, aunque era de ideas moderadas, abrazó la revolución para poder ascender. «Silvestre (…) no sólo se apuntó al tumulto, sino que hizo desaparecer de su D.N.I de entonces el aristocrático “de” de su apellido para parecer más revolucionario. Primer síntoma de vulgar chaquetero y trepador. Naturalmente, subió en el escalafón como las balas y en 1.796 fue promovido a contralmirante» afirma Luis Rodríguez Vázquez en su obra «La historia encadenada». «Napoleón ascendió gente joven que venía de la revoluciona debido a que no había mandos superiores. Es curioso que entre los distintos ascensos que ordenó Napoleón a Mariscales, no había ningún marino. Todo ello hizo que la marina francesa cayese en desgracia», añade a ABC, en este caso, el experto español.

 

Se celebran 75 años de la caída de Francia


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  • El 25 de junio de 1940 Francia se rindió a la Alemania nazi, dando origen al Estado de Vichy
ABC Los nazis izando la bandera con la esvástica en el Arco del triunfo de París

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Los nazis izando la bandera con la esvástica en el Arco del triunfo de París

El nueve de octubre de 1939 Adolf Hitler ejecutó su directiva número seis sobre la conducta de la guerra. Allí se establecía un párrafo que se haría célebre en la historiografía de la guerra:

«Como es evidente que en un futuro cercano que Inglaterra y, bajo su influencia, Francia, no tienen posibilidad de acabar la guerra pronto, he decidido ir a la ofensiva sin perder más tiempo»

El razonamiento del Führer era aplastante: cualquier demora en el inicio de la guerra podría militarizar los Países Bajos y Bélgica y evitar una campaña rápida, basada en la superioridad tecnológica del ejército alemán. En ese sentido, la Alemania Nazi pretendía ya en este documento tomar control directo del norte de Francia para bombardear el Reino Unido, que en la visión de Hitler era su posible gran rival. Churchill hace un buen análisis de cómo la III República francesa no estaba preparada militarmente en su obra «La II Guerra Mundial»:

«Ni en Francia ni en Gran Bretaña habían reparado realmente en las consecuencias de la novedad de que los vehículos blindados pudieran ser capaces de resistir el fuego de la artillería y de avanzar más de ciento cincuenta kilómetros diarios»

De Gaulle había escrito de manera detenida cómo los vehículos blindados iban a dominar en el futuro, pero Petain y los viejos militares franceses confiaban todavía en una guerra de desgaste. La toma rápida de los Países Bajos dependería, entonces, de la moderna tecnología de vehículos blindados alemanes. Dominó al inicio los Modelos Panzer II, para reemplazarse al final por los modelos III y IV. Si se obtenía rápidamente el control de estos lugares, sería imposible cualquier acción la zona industrial del Ruhr, fundamental en la industria militar alemana.

El ataque, así, se iniciaría el 10 de mayo de 1945, luego de posponer constantemente Hitler fechas ante la oposición del comandante Walther von Brauchitsch. Franz Halder, que preparó la operación técnicamente, quiso hacerlo de manera concienzuda, pero Hitler estaba decidido a que la guerra había cambiado y necesitaba nuevas fórmulas. Un plan previo, en el conocido como incidente Mechelen, hizo públicas las líneas de invasión alemana, lo que llevó a una modificación posterior y un sistema de ataques múltiples que arrolló a los aliados.

En poco tiempo los alemanes dominaron Luxemburgo con paracaídas dirigidos por Kurt Student. Se pretendía que los belgas inundaran los canales, pero los alemanes estaban informados y pudieron capturar fortalezas rápidamente. Holanda cayó también poco después, y quedaba como única frontera el río Dyle. La maestría de los alemanes fue poder cruzar alrededor de Bélgica, en un ataque que no previó la inteligencia aliada, y rodear todo el ejército aliado. Por otra parte, la superioridad de la aviación alemana hizo inútil la artillería francesa. Mayo seguirá siendo una mala noticia tras otra para el ejército francés, que con la llegada el 18 de Erwim Rommel dejará de tener cualquier esperanza en la victoria. Según Churchill:

«Evidentemente no tenía sentido que Francia siguiera combatiendo y el mariscal Pétain estaba casi convencido de que había que firmar la paz. Creía que los alemanes estaban destruyendo Francia de forma sistemática y que él tenía la obligación de salvar el resto del país de este destino. Le mencioné su memorándum al respecto que le había enseñado a Reynaud pero que no le había entregado. «No hay ninguna duda —dije— de que Pétain es peligroso en esta coyuntura; siempre ha sido un derrotista, incluso en la última guerra»

En Dunkerque Churchill puedo evacuar a más de 300.000 soldados aliados, pero la suerte estaba echada y Francia caerá poco después. El Reino Unido, según Hobsbawm, viviría solo contra toda Europa de enemiga en «un momento extraordinario en la historia del pueblo británico» con posibilidades de contrataaque «reducidas». Era el inicio de la discutida «Blitzkrieg», en la que se unía el bombardero con vehículos blindados en rápido desplazamiento. La desesperación queda clara en el recibimiento que describe Rommel, cerca de Flers, en la Baja Normandía:

«En los barrios occidentales de Flers pasamos por una plaza atestada, como de costumbre, de soldados y paisanos. De repente, uno de estos últimos echó a correr hacia mi carro enarbolando un revólver, pero los soldados lo detuvieron, impidiéndole disparar»

París capitula

La escasa resistencia, para el 10 de junio, llevó al abandono de París, que se declaró ciudad abierta. Churchill hubo de retirar sus escuadrones, temiendo que las Islas Británicas se quedaran sin protección ante una eventual invasión alemana. Ante esa perspectiva, Hitler comenzó las conversaciones con el mando francés y tan pronto como el 22 de junio se acordó el armisticio en Rethordes (Picardía). El dictador de Alemania obligó a firmar esta paz de conquista en el vagón donde se había firmado el armisticio de la I Guerra Mundial, el 11 de noviembre de 1918. El republicano Paul Reynaud pretendió, en inicio, continuar la guerra en las colonias, pero se le forzó gracias a la presión del héroe de la anterior guerra Philippe Pétain a la dimisión. Su declaración era definitiva:

«El deber del gobierno, cualquier cosa que pase, es permanecer en el país o perder su derecho a ser reconocido. El renacimiento francés será el fruto de este sufrimiento: declaro que me opondré a abandonar el suelo de la metrópoli. El armisticio a mi manera de ver es la condición necesaria para que la Francia eterna permanezca»

Esto dividirá el país en dos: una zona noroeste controlada por los alemanes y una sudeste en las que se establecería el nuevo Estado Francés. Perdía Francia, además, Alsacia – Lorena, la Valonia histórica conquistada por Luis XIV y los viejos territorios de Saboya, que tomó Italia. El país vivió estas condiciones como una humillación y murió con ello la idea de Francia como polo de las libertades frente a los totalitarismos. El exiliado español Chaves Nogales afirma:

«Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra el hitlerismo»

Esa Francia caída, humillada por un ejército invasor, no era una figura nueva: parecía una repetición de los eventos posteriores a la derrota en Sedán (1870). El expresidente François Mitterrand, sargento en este junio de 1940, dejó claro este cambio de paradigma:

«Era un soldado derrotado de un ejército sin honor: tenía el mayor resentimiento a aquellos que lo habían hecho esto posible, los políticos de la III República. Mi sensación de pertenencia a un gran pueblo, grande en la idea de su propio mundo y su estructura de valor, había recibido varios golpes. Yo he vivido a lo largo de los años 40: no tengo nada más que decir»

El filósofo Jean Paul-Sartre, movilizado por el ejército francés en septiembre de 1939, describe en sus conversaciones con su amante Simone de Beauvoir su captura en esta campaña. A inicios de junio, acabó en una villa abandonada tres o cuatro días, y la artillería le alertó que los alemanes estaban cerca. Los oficiales habían abandonado a los soldados, portando una bandera blanca. El último día Sartre fue despertado con las voces y lloros de la población ante la llegada de los tudescos: «fui afuera y recuerdo la sensación de extraña de vivir la escena de película en la que actuaba y que no era verdad». Luego de las amenazas de los soldados alemanes, acabó acorralado junto a un grupo de jóvenes franceses. Rememora que «había un tipo de unidad entre los hombres que estaban allí, la idea de la derrota, la de de ser prisionero, que era más importante que todo lo demás».

El camino a la resistencia

El trato duro de los alemanes, que de facto dominaban el país en el estilo de los conquistadores con más de 300.000 efectivos, se unió una deuda de cuatrocientos millones de francos franceses. Esta persecución económica derivó inevitablemente en un tipo piratería financiera, que acabó con una población hambrienta y pudo consolidar el germen de una posterior resistencia. Para François Marcot, historiador de la Sorbona, esta viró entre 200.000 y 400.000 habitantes a lo largo de la guerra. Su símbolo fue la cruz de Lorena, utilizada por los templarios por mandato del patriarcado de Jerusalén. El clima parisino, donde sobrevivía «a base de trabajillos», lo describe bien el republicano español Jorge Semprún:

«El París de la Ocupación era la época insensata en la que se iba en pandilla a ver Las moscas de Sartre; en la que, después de haber leído todos los libros, florecía súbitamente en nuestras almas la necesidad de tomar las armas».

La abadía parisina que acercó a España y Francia


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  • Don Ramón Menéndez Pidal decía que las relaciones entre ambos países comenzaron hace mil años en la esquina del templo de Saint-Germain

Esa esquina, esa abadía, la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, ha celebrado a finales de 2014 su primer milenario. En un ataque de afectación murciana, Azorín, enviado especial y cronista de ABC, prefería escribir San Germán de los Prados. Sospecho que los turistas que visitan la iglesia, en el corazón más snob de París, ignoran la historia, que Menéndez Pidal contaba con emoción muy prolija.

Hacia finales del año 1014 –ahora se cumplen mil años–, los monjes de esa abadía tuvieron noticia de una matanza de cristianos en la Córdoba musulmana de la época. Ni cortos ni perezosos, los monjes de St.-Germain tomaron una decisión heroica: hacer el viaje de ida y vuelta Córdoba–París, para rescatar los restos, despojos y reliquias de aquellos mártires, finalmente anónimos.

Aquel viaje tuvo una importancia histórica, que Menéndez Pidal fue el primero en subrayar.

Los monjes franceses de la abadía de St.-Germain fueron los primeros en abrir una ruta decisiva en los intercambios culturales de la época. Ellos trajeron a París y difundieron a lo largo del viaje poemillas y canciones que don Emilio García Gómez estudió con fervor: jarchas y zéjeles arábigo andaluces, cancioncillas cristianas y judías, que estaban en el origen de las nociones del amor que pronto florecieron en la futura Francia provenzal y la Italia de Dante.

Las nociones neoplatónicas del amor que venían de Alejandría y comenzaron a difundirse por Almería y el sur italiano sembraron las nociones del amor que fecundaron nuestra civilización. Aventura fabulosa y prodigiosa. Los monjes de la abadía de St.-Germain jugaron un papel sensible en la tarea de roturar y abrir una ruta cultural, Córdoba–París, a pie, a caballo, en burro.

Más de mil años después, la historia y las leyendas donde florecieron nuestras culturas han seguido su curso, dando incontables frutos, que la algarabía audiovisual, y sus ruidos, consiguen ocultar, para nuestra desdicha.

St.-Germain ha celebrado su primer milenario con un docto rosario de conferencias, coloquios, misas, conciertos y un belén voluntariamente modesto. Con un éxito cosmopolita. Grandes especialistas han glosado la historia de la iglesia, evocando las metamorfosis del París y la iglesuca donde comenzó esta historia. Turistas japoneses y californianos se demoran con placer ante la gran imaginería cristiana de la época. No pocos franceses de ultramar se arrodillan piadosos ante el Niño, María, Jesús, el burro y la vaca de un belén sin villancicos.

«El belén de la iglesia de mi pueblo es mucho más grande», me dice Carmen, una señora andaluza que echa en falta el guitarrerío y los villancicos de su tierra.

Francia recibe la exposición «Revelación de un tiempo sin fin»


INAH

*** La exposición llega al Museo de quai Branly, en la ciudad de París, donde será inaugura este 6 de octubre y permanecerá hasta febrero de 2015

*** La muestra ha sido admirada por 435 mil 470 personas en las ciudades de México y Sao Paulo

Recibe Francia la muestra Mayas

La magna exposición mexicana “Mayas. Revelación de un tiempo sin fin” fue inaugurada el día de hoy en Francia, en el Museo de quai Branly, donde permanecerá hasta febrero de 2015.

Precedida de un notable éxito de público, admirada por 435 mil 470 personas en las dos sedes donde se ha presentado de las ciudades de México y Sao Paulo, la exposición Mayas. Revelación de un tiempo sin fin llega al Museo de quai Branly, en París, Francia, donde será inaugurada este 6 de octubre y permanecerá hasta febrero de 2015.

La apertura de la muestra en el recinto parisino, compuesta por 385 piezas, ha generado gran expectativa entre el público, que tradicionalmente ha manifestado un amplio interés por las culturas mesoamericanas y, en particular, la maya.

Integran la colección urnas, incensarios, cerámica, estelas, dinteles y máscaras funerarias de jade, así como piezas inéditas, procedentes de hallazgos recientes, entre ellas dos entierros con sus ofrendas, encontrados en Balamkú y la isla de Jaina, en el estado de Campeche.

Organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la exposición presenta un amplio recorrido de más de tres mil años de historia de los mayas, cuya propuesta museográfica le ha permitido itinerar por diversos espacios.

Asimismo, ofrece la oportunidad de ver piezas únicas reunidas por primera vez, resaltando sus cualidades estéticas y su significado histórico. Las obras representativas de toda el área maya reflejan la capacidad creadora, la sensibilidad estética y la perfección técnica lograda por los mayas.

Entre las piezas más relevantes está el Tablero del trono del Templo XXI de Palenque, del periodo Clásico Tardío (600-900 d.C.), que muestra a cinco personajes que realizan una ceremonia de autosacrificio. Al centro está el famoso gobernante K’inich Janahb Pakal, quien ofrece una espina de raya a su nieto, y otros personajes de la élite maya. También destaca un conjunto de bloques glíficos que relatan varios acontecimientos.

El hombre y la naturaleza es el primer núcleo temático, en el que se aborda la importancia que tuvieron la flora y la fauna en el mundo indígena prehispánico. Algunas plantas, fundamentalmente el maíz, estuvieron ligadas a la sustancia de la que fueron formados los seres humanos. Los animales eran considerados hermanos de los hombres, por lo que existen múltiples representaciones de vegetales y animales, y de seres humanos vinculados con ellos.

Comunidad humana y vida cotidiana es el segundo apartado en el que se muestran diversos aspectos de la sociedad maya, con énfasis en las ofrendas, la indumentaria, los ornamentos corporales y las costumbres alimenticias.

En el módulo El corazón de las ciudades se conjuntan elementos arquitectónicos, escultóricos y pictóricos de áreas ceremoniales de algunas de las grandes urbes mayas, mostrando la diversidad de estilos.

En la cuarta sección, El hombre frente al tiempo y los astros, se exhiben inscripciones de tipo astronómico y calendárico en piedra y estuco, con sus lecturas epigráficas. Asimismo, se integran vasijas y otros objetos con representaciones cosmológicas. Un ejemplo es el Monumento 175 de Toniná, de piedra arenisca, que data del periodo Clásico Tardío, el cual registra una ceremonia alusiva al fuego realizada por el Gobernante 8 en la tumba del Gobernante 1 en la fecha 3 Manik’ 0 Muwaan, equivalente al 31 de octubre de 799 d.C. También muestra la escena de un prisionero.

El siguiente rubro, Las élites gobernantes y su historiografía, presenta a los mayas escribiendo su propia historia, sobre todo la de los gobernantes, a través de inscripciones jeroglíficas que dejaron plasmadas en estelas y otras piezas, y que gracias a los avances en la epigrafía, la mayor parte de estos textos ya se pueden leer.

De este modo, se presentan obras que revelan el ascenso al trono, hazañas guerreras, matrimonios, así como a los personajes religiosos y políticos, que al lado del gobernante supremo, estaban a la cabeza de cada Estado maya.

En Las fuerzas sagradas se explican las ideas religiosas, la veneración a los estratos cósmicos (cielo, tierra, inframundo) y las fuerzas naturales (sol, lluvia, relámpago), y la sacralidad de la vida expresada en figurillas de deidades femeninas y de dioses representados en cerámica, esculturas, urnas, incensarios, etc.

El hombre frente a los dioses: los ritos, es el séptimo núcleo temático que aborda la vida ritual, los mitos cosmogónicos y el culto a las deidades. Entre las piezas representativas de estas prácticas está el Disco de Chinkultik (marcador de juego de pelota de piedra caliza) que data del periodo Clásico Temprano (250-600 d.C.), donde está representado el gobernante Chinkultik con un gran tocado de plumas y flores.

En el último apartado, Entrar en el camino: ritos funerarios, exhibe piezas como urnas, cerámica, joyas, además de máscaras funerarias elaboradas en mosaico de jade, acompañadas de adornos de jade, de concha Spondylus y de otros materiales.

Entre los objetos exhibidos, destacan la Máscara con orejeras de Calakmul, la Máscara funeraria de Dzibanché y la Máscara del cinturón ceremonial de Pakal. En los entierros de los gobernantes, su cara era cubierta con una máscara de jade, material precioso, símbolo de poder, inmortalidad y fertilidad, que buscaba sustituir el rostro perecedero del muerto con un retrato perdurable para conservar su espíritu.

Mayas. Revelación de un tiempo sin fin se conforma de piezas procedentes de 20 museos mexicanos, entre ellos el Museo Nacional de Antropología, el Museo Regional de Chiapas, el Museo de Sitio de Palenque “Alberto Ruz Lhuillier”, el Museo de Sitio de Comalcalco, el Museo Maya de Cancún, el Museo Regional de Antropología Palacio Cantón y el Museo Arqueológico de Campeche Fuerte de San Miguel.