La «armada invencible» del nieto de Genghis Khan que fue destrozada por dos tifones


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  • Un nuevo estudio científico ha probado que existieron los vientos «kamikazes» que, según la leyenda, acabaron con la flota mongola en el SXIII
 WIKIMEDIA Más de 700 años después, un geólogo dice haber resuelto el misterio


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Más de 700 años después, un geólogo dice haber resuelto el misterio

Cuenta la leyenda que, durante el SXIII, Kublai Khan (el nieto de Genghis Khan) lanzó en dos ocasiones una gigantesca flota contra los japoneses con el objetivo de tomar la isla a sangre, espada y flecha. No obstante, el destino quiso que dos tifones igual de imponentes provocaran que le fuera imposible tomar la región al enviar a decenas de sus buques hasta lo más profundo del océano.

Hasta ahora, esta historia no era más que un cuento curioso cuya veracidad era debatida por los historiadores. Sin embargo, un equipo de la Universidad de Massachusetts acaba de hallar indicios de que el viento que presuntamente salvó a los nipones de caer bajo el yugo mongol existió.

Para entender esta historia es necesario viajar en el tiempo hasta mediados del SXIII, época en la que Kublai Khan ya había conquistado gran parte de China y, ansioso de expandir su imperio mongol, puso sus ojos en Kyushu (una gran isla ubicada al sur de Japón). Ansioso por pisar la región, armó una inmensa flota jamás vista antes que reunía 140.000 soldados y marineros.

Con otros tantos barcos (se desconoce el número) se decidió a tacar su objetivo en el año 1274 a través del Estrecho de Corea. Sin embargo, cuando los navíos estaban en marcha, un tifón (enviado, según sus enemigos, por el Emperador japonés) acabó con su flota. Lo mismo sucedió en 1281, cuando el nieto de Genghis Khan trató de poner en práctica de nuevo su plan.

Fuera como fuese (por un viento enviado por los dioses o por una mera casualidad) lo cierto es que esta «Armada invencible» mongola acabó en el fondo de las aguas para desesperación de Kublai Khan. Por su parte, los japoneses nombraron a estos vientos como «Kamikaze» («viento de Dios», en una traducción aproximada).

La leyenda –criticada por muchos historiadores, quienes afirman que estos vientos son sumamente extraños en esa parte del mundo- logró adquirir tanta importancia que, durante la Segunda Guerra Mundial, fue recuperada por Hiroito para motivar a los pilotos nipones. Los resultados fueron, como no cabe duda, esperables.

Los vientos «kamikaze» existieron

Ahora, más de 700 años después, un grupo de investigadores de la Universidad de Massachusetts (liderados por el geólogo Kinuyo Kanamaru) afirma haber hallado evidencias bajo las aguas del lago Daija, en la isla de Kyushu, de que los tifones se sucedieron.

Concretamente, estos expertos dicen haber encontrado signos físicos de sedimentos alterados, así como cambios en la concentración de estroncio (el cual está más enriquecido en el agua de mar que en el agua dulce del lago). Todo ello indicaría que estos fenómenos meteorológicos son mucho más habituales de lo que se cree en la zona. Los investigadores eligieron el sitio ya que se encuentra a lo largo de la misma trayectoria de la tormenta -a menos de 120 kilómetros de donde los arqueólogos piensan que los mongoles desembarcaron-.

«En Japón, la gente cree en los espíritus que los protegen. Esos espíritus tienden a vivir en un pequeño lago o un estanque o un árbol gigantesco», ha explicado Kanamaru. Debido a que el Lago Daija tenía una leyenda asociada a ella -los lugareños creían que una serpiente lo habitaba- esperaban que tendría un registro sedimentario que podría remontarse hasta el año 1200.

Tras llevar a cabo los análisis, estos han revelado niveles de estroncio elevados y cambios en las propiedades de sedimentos entre los años 250 y 1600. Este hecho sugiere que las mareas de tormenta, y por lo tanto los tifones, ocurrieron con más frecuencia en esta parte de Japón de lo que lo hacen hoy.

Dentro de este período de actividad mayor, los investigadores identificaron dos depósitos de tormenta pronunciados que databan de finales de los años 1200. Aunque no podían limitar la edad de los depósitos registrados al año específico, los autores sugieren que las capas podrían ser una evidencia directa de los tifones «kamikaze» de 1274 y 1281.

La milagrosa batalla de Otumba: 100.000 aztecas contra 400 españoles y Santiago Apóstol


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  • Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando Cortés contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar». Una leyenda fantasiosa ubica al patrón de España junto a los jinetes que dirigió el conquistador extremeño
Wikipedia Batalla de Otumba. Óleo del siglo XVII

Wikipedia | Batalla de Otumba. Óleo del siglo XVII

En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir desordenadamente de la capital azteca, Tenochtitlán, acosados por los aztecas, que les provocaron centenares de bajas y la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista. Lejos de la malintencionada imagen de desbandada española –aparentemente provocada por la codicia de los conquistadores, más preocupados por recoger su oro que por salvar su vida– la Noche Triste fue pródiga en acciones heroicas y fue el prólogo de la batalla, una de las más desproporcionadas de la historia, que selló el destino del Imperio azteca.

Hernán Cortés, un hidalgo extremeño enviado a explorar la actual zona de México, aprovechó el odio de los pueblos dominados por el Imperio azteca para incrementar notablemente sus escasas tropas y avanzar en dirección a la capital mexica. Tras ser recibido de forma pacífica por Moctezuma II, el máximo líder azteca, el largo y tenso periodo que los españoles pasaron en Tenochtitlán, sin que pareciera que tuvieran intención de marcharse, terminó levantando al pueblo contra los conquistadores justo cuando Hernán Cortés regresaba de enfrentarse a una expedición arrojada por el gobernador Velázquez para obligarle a volver a Cuba. La noche se tiñó de sangre cuando los aztecas se abalanzaron sobre el convoy de carros que los españoles y sus aliados tlaxcaltecas formaban durante su huida de la ciudad.

600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron durante la huida o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios humanos de los aztecas. La mayor parte de los caballos murieron –solo veinte caballos quedaron con vida– todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron arruinados con la pólvora mojada. Frente a la tragedia, el cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían». Durante seis días el ejército español marchó sin rumbo fijo con las huestes aztecas a su espalda. No obstante, la fortuna fue propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares con parsimoniosa ceremonia, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos.

La caballería europea marca la diferencia

El conquistador extremeño no desaprovechó el error de los aztecas, que estimaban que los españoles estaban completamente derrotados, y reorganizó sus escasas fuerzas buscando un terreno favorable. Cortés y sus capitanes, entre ellos Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y Juan de Salamanca, se plantearon como objetivo llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar mejor un contraataque si se veían acorralados. Para ello eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. Hostigados por los aztecas y por el hambre, la marcha de los españoles dejó a sus espaldas nuevas bajas.

El sábado 7 de julio de 1520, la huida ya no fue una opción. Un gran contingente de guerreros mexicas y sus aliados de Tlalnepantla, Cuautitlán,Tenayuca, Otumba y Cuautlalpan alcanzaron a los españoles en los llanos de Temalcatitlan. La cifra de aztecas allí congregado es todavía hoy un tema de controversia, siendo posible que hubiera reunidos cerca de 100.000 guerreros (los primeros historiadores en estudiar la batalla calcularon 200.000), frente a unos 400 españoles y 3.000 indígenas aliados. Lo único irrefutable es la sensación de absoluta desproporción que provocó la visión del ejército azteca a Hernán Cortés. Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas».

En la primera línea enemigas se situaron las cofradías militares del Jaguar y del Águila, fácilmente identificables por sus trajes a imitación de estos depredadores, y la nobleza azteca encabezada por Matlatzincatzin, el cihuacóatl (jefe militar), que veía en la contienda una forma de borrar de una vez a los españoles. Por su parte, los escasos cuatrocientos españoles formaron en una disposición típica en ese momento en Europa: los piqueros se colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban en los flancos dispuestos a cubrir a sus compañeros junto a los pocos afortunados que portaban arcabuces. Cortés contaba con dos únicas ventajas para enfrentarse a la oleada de enemigos: un pequeño grupo de jinetes capaces de marcar la diferencia con sus cargas al estilo táctico europeo y la escalofriante garantía de que los aztecas buscarían apresar vivos a todos y cada uno de los conquistadores para usarlos en sus rituales. Aquella garantía sirvió de excusa para aguantar hasta las últimas consecuencias.

Finalmente, fueron los jinetes castellanos encabezados por el propio Cortés los primeros en arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de retroceder ordenadamente. El extremeño y su caballería repitió este movimiento, carga y huida, una y otra vez, mientras la infantería española recibía las primeras acometidas furiosas. María de Estrada, una de las pocas mujeres españolas que participó en la conquista de México, peleó junto a la infantería con una lanza en la mano «como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo».

Una carga al grito de «Santiago y cierra España»

Pese a las exitosas incursiones de la caballería, la desproporción de fuerzas causó que la infantería formada por españoles y tlaxcaltecas comenzara a retroceder lentamente. De hecho, el flanco protegido por los tlaxcaltecas estaba a punto de derrumbarse completamente cuando Hernán Cortés dispuso un plan para salir con vida de aquella encrucijada. Tras pasar varios meses en la corte de Moctezuma, el extremeño sabía que en Mesoamérica la muerte del general, e incluso la captura del estandarte del enemigo, se consideraba el fin del combate. También conocía el importante papel que estaba jugando Matlatzincatzin en aquella batalla, quien, bajo un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, era fácilmente distinguible desde la posición española. Así, al grito de «Santiago y cierra España», Cortés se abrió pasó junto a cinco jinetes (Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca) en dirección al jefe militar azteca. Según una leyenda fantasiosa que surgió poco después de la batalla, el Apóstol Santiago, patrón de España, también secundó a caballo la carga casi suicida, como se cuenta que había hecho en varias contiendas contra los musulmanes en la Península Ibérica.

Antes de que la infantería pudiera detener la carga, los jinetes alcanzaron el estado mayor azteca y a Matlatzincatzin. El cihuacóatl vestía un traje de negro de pies a cabeza, con enormes garras en sus pies y manos y un yelmo imitando el aspecto de una serpiente. Pese a su aspecto tétrico, Cortés no tembló en derribarlo y Juan de Salamanca en darle el golpe final antes de apoderarse de su estandarte. Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida y comenzaron ellos entonces una desesperada huida hacia Tenochtitlán. «Y con su muerte, cesó aquella guerra», escribió Hernán Cortés a Carlos I de España anunciando el desenlace de la batalla.

Los españoles y sus aliados indígenas se reorganizaron para atacar Tenochtitlán meses después. Un cerco de setenta y cinco días, donde la ciudad quedó muy diezmada por una epidemia de viruela traída por los europeos,marcó el final del Imperio azteca.

El piloto británico sin piernas que causaba pavor a los cazas nazis


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  • Un nuevo libro desvela que Douglas Bader participó en una de las evasiones más curiosas de la Segunda Guerra Mundial
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WIKIMEDIA Douglas Bader, el as de la RAF con una veintena de objetivos derribados

La Segunda Guerra Mundial está llena de historias de superación y valentía en la que meros hombres logran convertirse en auténticos héroes en base a su valor. No obstante, de entre toda esta amalgama, hay una que sigue llamando la atención casi 75 años después de que se sucediera. Esta no es otra que la del británico Douglas Bader, un piloto que, a pesar de perder las dos piernas en un accidente de avión, combatió en los cielos contra los aviadores de la «Luftwaffe» nazi causándoles verdaderos estragos durante la Batalla de Inglaterra.

Por si este acto de valentía fuera poco, un nuevo libro llamado «Zero Night» acaba de desvelar e incidir en una serie de curiosas intrigas sobre la vida de Bader. Entre ellas, la más llamativa es que participó en uno de los intentos de fuga más extravagantes de la Segunda Guerra Mundial mientras se hallaba en el campo de prisioneros de Warburg (en Alemania). Aunque finalmente fue atrapado mientras se intentaba escapar y fue encerrado en una prisión de mayor seguridad, este británico logró regresar a su país tras la guerra e, incluso, convertirse en todo un icono para sus conciudadanos.

Sin piernas, pero piloto de la RAF

Bader vino al mundo en febrero de 1910. Desde su infancia sintió un deseo irrefrenable por volar, lo que hizo que, con 18 años, decidiera subirse a un avión e iniciar su carrera en la Real Fuerza Aérea (RAF). Tras licenciarse como piloto en 1930, parecía que su vida no podía ser mejor. Sin embargo, apenas un año después sufrió un trágico accidente mientras realizaba una maniobra acrobática que consistía en girar su avión 360º. Aunque sobrevivió, el accidente no pudo ser peor, pues los cirujanos le tuvieron que amputar las dos piernas.

Su destino parecía estar sellado pero, a base de entrenamiento y perseverancia, Bader logró volver a andar sin muletas con dos prótesis. En 1940, y de forma increíble, consiguó además reintegrarse en la RAF, ponerse de nuevo a los mandos de un avión y, a su vez, ser nombrado jefe de escuadrón de una de las escuadras británicas de Spitfires (el caza inglés más característico durante la Segunda Guerra Mundial).

Ya como aviador para el ejército, este militar logró abatir nada menos que a una veintena de pilotos enemigos. La mayoría de los derribos se sucedieron durante la Batalla de Inglaterra (la defensa de la isla que los pilotos de la Real Fuerza Aérea hicieron de la isla ante el ataque de las tropas de Hitler), aunque también realizó varias bajas en el asalto aéreo que la RAF hizo sobre Francia. Sin duda, con Bader se hizo válida aquella frase de Churchill en la que dijo que «nunca tantos debieron tanto a tan pocos».

Bader, aprisionado

A pesar de que su futuro parecía ser favorable, el destino le volvió a jugar una mala pasada y, en 1941, fue derribado y cayó en Francia. Allí fue capturado por los nazis y, posteriormente, enviado al campo de prisioneros de Warburg (al este de Alemania). Fue precisamente en ese lugar donde se ganó un hueco en el corazón de los alemanes (los cuales permitieron a los británicos que le enviaran por avión otras prótesis para sustituir a las suyas, que se habían destrozado en el accidente) y participó en uno de los intentos de fuga más extravagantes de la Historia.

Concretamente, y según explica Mark Felton en su libro «Zero Night» (publicado a finales de 2014 y citado este martes por la versión digital del «Daily Mail»), el plan fue ideado por Bader y el Mayor Tom Stallard (del ejército británico). Ambos llegaron a la conclusión de que la mejor forma de escapar del campo de prisioneros era, nada más y nada menos, que construyendo varias escaleras plegables con las que lograr pasar el muro de la prisión. Sencillo, pero efectivo.

Para evitar ser atrapados, los militares decidieron que elaborarían las escalinatas a base de martillo y sierra en la sala de música del cuartel para, así, ahogar el ruido de las herramientas con los instrumentos.

Finalmente, el 30 de agosto de 1942 los prisioneros del campo pusieron en práctica el plan y, cuando los guardias estuvieron distraídos, 41 británicos se lanzaron hacia los muros armados con sus escaleras. Desgraciadamente una de ellas se hizo añicos, por lo que solo pudieron escapar 28.

Entre ellos se hallaba Bader que, posteriormente, fue capturado de nuevo por los alemanes. La «Gran Evasión» no le había saldo demasiado bien. Posteriormente, los nazis le quitaron las prótesis para evitar que volviera a huir y le llevaron a una prisión de más seguridad ubicada en el Castillo de Colditz. Allí pasó los últimos días de la guerra hasta que logró regresar a su país tras la contienda.