1766 – Motín de Esquilache y los Motines de España de 1766


El Motín de Esquilache fueron una serie de tumultos populares acaecidos en Madrid entre los días 23 y 26 de marzo de 1766 contra la política de reformas del ministro favorito de Carlos III, el siciliano Leopoldo de Gregoris, marqués de Esquilache y, más concretamente, contra las medidas decretadas por éste sobre el atuendo tradicional masculino.

El 20 de marzo de 1766 se hizo público un Real Decreto en el que, entre otras disposiciones destinadas a la reforma de la vida urbana madrileña, se ordenaba a los varones, bajo pena de multas y cárcel, sustituir la capa larga y el sombrero redondo por la capa corta y el sombrero de tres picos. Esta medida -recuperada del pasado- tenía como objetivo atajar el alto índice de criminalidad en Madrid, prohibiendo unas vestiduras que permitían ocultar la identidad de quien las llevaba: la capa larga de gran vuelo y el sombrero “gacho” de ala caída. La misma noche en que se publicó el bando del Decreto fueron arrancados los carteles y sustituidos por otros en los que se amenazaba a Esquilache y se advertía de la existencia de tres mil hombres preparados para la rebelión. De inmediato comenzaron a circular por la ciudad panfletos contra los ministros extranjeros del Consejo Real. Carlos III encargó al ejército, comandado por el mariscal Francisco Rubio, hacer cumplir el Decreto.

El clima de agitación popular causado por estas disposiciones se tradujo en continuos enfrentamientos entre los alguaciles y el pueblo madrileño. Muchos hombres se paseaban, desafiantes, frente a los cuarteles, ataviados con los atuendos prohibidos. Los encontronazos entre el ejército y la población en rebeldía culminaron el día 23, domingo de Ramos, cuando dos embozados que discutían con los soldados apostados a la puerta del Cuartel de los Inválidos, en la plazuela de San Martín, dieron la señal de la rebelión. Otros muchos embozados acudieron desde las calles adyacentes. El oficial al mando hizo retirarse a la tropa, ante la violencia desplegada por los amotinados. Éstos, divididos en grupos, tomaron entonces la calle Atocha en dirección a la Plaza Mayor, lanzando vivas al rey y a España y mueras a Esquilache, mientras despuntaban los sombreros de tres picos de quienes encontraban a su paso y apedreaban los faroles, nuevos en Madrid, como símbolo de las odiadas reformas urbanísticas de Carlos III.

Los primeros grupos de amotinados se juntaron en la Plaza Mayor con otros procedentes de la Plaza de la Cebada. Desde Mayor, se dirigieron al Palacio Real, donde les salió al encuentro el duque de Arcos, capitán de la guardia de corps, en representación del monarca. Éste les ordenó retirarse, prometiendo que el rey acordaría una solución a sus demandas. Los grupos de rebeldes fueron dispersándose, pero parte de ellos se dirigió a la casa de Esquilache. El marqués se había refugiado en Palacio al tener noticia del motín, mientras su familia había sido acogida en la embajada holandesa. Al no encontrar al ministro, los amotinados asaltaron y saquearon la casa, para después dirigirse a la de otro ministro italiano, Grimaldi, cuya residencia resultó también destruida, al grito de “¡Fuera extranjeros!”. Los amotinados regresaron después a la Plaza Mayor, donde quemaron un retrato de Esquilache.

Todo hace pensar que el motín respondió a una acción organizada. Se ha calculado que los amotinados fueron, en principio, unos seis mil y que, al atardecer del día 23, habían ya doblado su número. Al parecer el motín no tuvo cabecillas reconocibles, pues los individuos que actuaron como mediadores en los días siguientes (el padre Cuenca, Diego Abendaño) lo hicieron sólo en calidad de portavoces. Por otra parte, el tumulto tuvo en todo momento un carácter festivo y popular, al mezclarse sin solución de continuidad con las celebraciones de la Semana Santa madrileña.

Al día siguiente (24 de marzo) se reprodujeron los disturbios en Madrid. Se calcula que unas veinticinco mil personas se reunieron en la Puerta del Sol, donde discutieron la postura política que habrían de mantener ante el Consejo. Se dirigieron después nuevamente a Palacio. Les salió al encuentro la guardia valona, que abrió fuego contra las primeras líneas de amotinados y causó las primeras bajas -diez- del motín. En los enfrentamientos resultaron también muertos diez guardias valones, de cuyos cadáveres se apoderó la turbamulta, mutilándolos y arrastrándolos por las calles aledañas. Mientras se producían estos acontecimientos, el rey celebraba Consejo en el interior de Palacio. Por recomendación del marqués de Sarriá, del conde de Oñate y del de Revillagigedo, Carlos III aceptó permitir el acceso de los sublevados a la Plaza de la Armería. Ante ellos se presentaron los duques de Arcos y de Medinaceli, quienes prometieron en nombre del rey el cumplimiento de sus reivindicaciones, pero contando con un plazo razonable para ello. Esto provocó un gran alboroto entre la multitud, que obligó a los ministros a refugiarse de nuevo en Palacio.

Los amotinados eligieron al padre Cuenca, predicador franciscano muy afamado, para que actuara como mediador ante el rey. Cuenca leyó ante el Consejo una lista de peticiones que incluían: el destierro de Esquilache y de su familia; la elección de españoles para ocupar todos los cargos ministeriales; la disolución de la guardia valona; la bajada del precio de los alimentos; la supresión de la Junta de Abastos; la retirada de las tropas movilizadas a sus acuartelamientos; la derogación de la prohibición de la indumentaria tradicional; y, por último, la presencia del rey para escuchar de su boca el compromiso de cumplir estos puntos. Carlos III accedió a asomarse a uno de los balcones sobre la Plaza de la Armería, donde permanecía reunida la multitud, y fue prometiendo cumplir, una a una, las exigencias del memorial leído por el padre Cuenca.

El motín pudo haber acabado entonces. Pero la salida del monarca y su familia hacia Aranjuez esa misma noche (acompañados por los duques de Arcos, Medinaceli y Losada, así como por Esquilache y Grimaldi) alarmó a los amotinados, que vieron en ello una huida poco prometedora. Por otra parte, los movimientos de tropas registrados en Madrid y sus cercanías pusieron en guardia a los rebeldes contra el inicio de una represión violenta por parte del ejército. Los rebeldes tomaron nuevamente las calles, obligando a las tropas a acantonarse en el Retiro. Tras hacerse con el control sobre un polvorín del barrio de Carabanchel, los rebeldes acordaron cortar las comunicaciones entre Madrid y los Reales Sitios de Aranjuez. Uno de los amotinados, Diego Abendaño, se ofreció para marchar a Aranjuez y presentar al rey un nuevo memorial de agravios, firmado por el propio gobernador del Consejo Real, el obispo Diego de Rojas, a quien se había obligado a rubricar el documento. Éste añadía a las anteriores dos nuevas exigencias: el regreso inmediato del rey a la capital y la concesión del perdón general a los implicados en la rebelión.

El 26 de marzo se encontraba Abendaño de vuelta en Madrid. Ante la multitud reunida en la Plaza Mayor y en presencia del Consejo Real, mandado reunir por el obispo Rojas, leyó la respuesta del rey, que ratificaba sus anteriores promesas y acordaba el perdón general. Al día siguiente se hizo efectivo el destierro de Esquilache, quien partió junto a su familia hacia Cartagena, donde se embarcaría poco después rumbo a Nápoles. El siciliano fue sustituido por Miguel de Múzquiz en la cartera de Hacienda, y por el teniente Gregorio de Muniain en la de Guerra. La calma volvió a Madrid. El motín había dejado veinte muertos y cuarenta heridos entre los amotinados, además de los diez guardias valones asesinados en la segunda jornada de disturbios.

Así concluyó la que se ha considerado primera fase del Motín de Esquilache, llamada de “estallido”, caracterizada por los tumultos callejeros. A partir de entonces, y durante muchas semanas todavía, siguió la fase del “clamoreo”, en la que una intensa propaganda antigubernamental circuló por Madrid y otras ciudades y que incluyó el estallido de numerosos motines en otras localidades del país. Los tumultos se propagaron rápidamente por todo el reino: entre fines de marzo y mediados de mayo de 1766 se registraron disturbios en unas 130 localidades de todo el territorio español. La zona de mayor intensidad trazaba una línea entre Guipúzcoa y Murcia. Los disturbios más importantes tuvieron lugar en Zaragoza (Motín de los Broqueleros), Cuenca, Palencia y algunas localidades de Andalucía, Guipúzcoa, Navarra y Cataluña. Fueron éstas en su mayoría revueltas causadas por la escasez de alimentos. En las provincias catalano-aragonesas (a excepción de Zaragoza) y en las del noroeste los tumultos tuvieron escasa relevancia, si bien en ciudades como Barcelona sólo la rápida actuación del ejército atajó el estallido de la revuelta.

En Madrid, una vez controlada la agitación popular con el ejército patrullando las calles, el rey pudo retractarse de las gracias concedidas a los sediciosos. El nuevo presidente del Consejo Real, conde de Aranda (nombrado en abril de 1766) ordenó a la nobleza, al clero, a las autoridades municipales y a los gremios mayores que solicitaran al rey la revocación de las concesiones hechas a los rebeldes. De esta forma la monarquía desautorizó a la oposición manifestada en los disturbios de marzo. Aranda fijó como prioridades el mantenimiento del orden público en la capital y el desvelamiento de los culpables del motín, ya que el gobierno consideraba que tras éste se escondía una conspiración de las fuerzas políticas enemigas de las reformas ilustradas preconizadas por Carlos III. Éste ordenó la creación de una Consejo Extraordinario encargado de investigar las responsabilidades de la camarilla de poder en torno al marqués de la Ensenada, antiguo ministro de Fernando VI y enemigo acérrimo de Esquilache. También se investigó a los jesuitas (que poco después fueron expulsados de España) y al cuerpo de colegiales mayores de Madrid como sospechosos de conspiración. El monarca no regresó a Madrid hasta diciembre de 1766. Respecto al detonante inmediato del motín, la prohibición de la indumentaria varonil tradicional, al poco tiempo de sofocados los disturbios los miembros de la corte comenzaron a vestir la capa corta y el sombrero de tres picos, indumentaria que rápidamente adoptó el pueblo.

Las causas del llamado “Motín de Esquilache” han suscitado numerosas controversias entre los historiadores del siglo XVIII español. Algunos autores (V. Rodríguez Casado, C. Corona) han buscado su origen en la oposición de los jesuitas a la política carolina, sin que por el momento se haya probado fehacientemente su implicación en los acontecimientos madrileños. Otras hipótesis apuntan, en cambio, a la reacción de la aristocracia y del alto clero contra las reformas ilustradas como motivación profunda de los tumultos. Según esta hipótesis, en el origen del motín estuvo la hostilidad de la alta nobleza hacia los ministros foráneos que copaban las principales carteras ministeriales y, especialmente, la hostilidad de la camarilla del marqués de la Ensenada (desterrado poco después del motín a Medina del Campo). Las reformas preconizadas por el gobierno de Carlos III habrían resultado demasiado bruscas y “progresistas” para los elementos más conservadores de la sociedad española, esto es, para la aristocracia y el alto clero, quienes habrían aprovechado el descontento popular por la crisis económica para derrocar al gobierno de los extranjeros.

Pierre Vilar ha caracterizado los motines de 1766 como revueltas de subsistencia causadas por la carestía que padecía el reino. Estas “revueltas del hambre” se insertarían en el contexto de una oleada generalizada de tumultos similares que afectó a toda Europa. Durante los cuatro años anteriores al motín, España padeció una terrible sequía y la consiguiente escasez generalizada de cereal. La carestía produjo un aumento espectacular de los precios de los productos de primera necesidad, sobre todo del pan, el aceite y el tocino. La libertad de comercio decretada por Esquilache en 1765 agravó esta situación, al aumentar bruscamente el precio del trigo. Por otra parte, las reformas urbanísticas puestas en marcha por Carlos III (Madrid tenía fama en la época de ser la ciudad más sucia e inhabitable de Europa) provocaron una rápida subida del precio de los alquileres urbanos. No es extraño, pues, que los rebeldes atacaran la casa de Sabatini, el arquitecto italiano encargado por Carlos III de dirigir la remodelación urbanística de la ciudad.

Domínguez Ortiz, por su parte, distingue entre el motín de Madrid, donde primaron las motivaciones políticas, y el resto de los disturbios acaecidos en el reino, de los que, según este autor, estuvieron ausentes las causas políticas, excepto en algunas localidades (Lorca, Zaragoza, villas de Guipúzcoa) en las que las autoridades locales y las fuerzas vivas utilizaron el descontento popular para protestar contra ciertas disposiciones del gobierno. Habrían faltado en estas revueltas, sin embargo, las reivindicaciones de carácter nacional que se dieron en Madrid. Según Domínguez Ortiz, la derrota de España en la Guerra de los Siete Años, la subida de los precios de los alimentos básicos motivada por la inflación y las malas cosechas, así como los elevados impuestos exigidos por Esquilache para financiar la guerra y las reformas produjeron un amplio descontento popular que supieron aprovechar quienes, de entre las clases dominantes, se oponían al proyecto político de Carlos III. En Madrid, las protestas contra los ministros extranjeros y el cúmulo de agravios contra el gobierno carolino dieron a los disturbios un cierto carácter patriótico y popular.

La consecuencia política inmediata del Motín de Esquilache fue el final de una primera fase del reinado de Carlos III, caracterizada por las reformas radicales, que dejó paso a un segundo período de reformas más cautelosas -dirigidas primero por Aranda y, posteriormente, por Campomanes-, con el fin de evitar una reacción conservadora de las fuerzas más conservadoras que pudiera poner en peligro la estabilidad de la monarquía carolina.

Fuente: Larousse

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