La batalla de las Gravelinas, los arcabuceros españoles aplastan a Francia en el último suspiro


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  • Lamoral Egmont, que posteriormente sería ejecutado por orden de Felipe II, encabezó a las tropas españolas en una batalla donde Francia fue desarmada definitivamente y obligada a ofrecer un tratado beneficioso a España, lo cual no se había conseguido ni siquiera tras la célebre victoria en San Quintín

    ABC El emplazamiento de Gravelinas en una pintura de Pieter Snayers de 1644

    ABC | El emplazamiento de Gravelinas en una pintura de Pieter Snayers de 1644

Aunque se considera que la victoria española en San Quintín dejó completamente noqueado al Reino de Francia, lo cierto es que todavía tuvo fuerzas para preparar un contraataque al siguiente año que casi da la vuelta a la contienda. Francia reclutó un nuevo ejército en la Picardía, que puso en manos de Luis Gonzaga-Nevers –duque de Nevers–, y pidió ayuda naval al sultán otomano para que mantuviera ocupada a la flota española. Pero el momento más peligroso para los intereses del Imperio español llegó cuando el señor de Thermes apuntó con otro ejército –formado por 12.000 infantes, 2.000 jinetes y mucha artillería– al corazón del mismísimo Flandes. Los esfuerzos por revertir la situación corrieron a cargo del Conde de Egmont, un general de Felipe II con un concepto idealizado y medieval de la guerra, propio de las novelas de caballería, que venció a las tropas francesas en Gravelinas empleando una táctica plagada de riesgos.

Es frecuente considerar la batalla de Gravelinas como un mero apéndice a la de San Quintín, celebrada como una de las mayores victorias del reinado de Felipe II, pero fue algo más: fue el verdadero desenlace de la guerra entre ambos países. En San Quintín, de hecho, no estuvo presente el mejor general francés del periodo, el Duque de Guisa, que se encontraba operando en Italia contra las acometidas del mejor general español, el Gran Duque de Alba. A las puertas del desastre, el Rey Enrique II reclamó esta vez sí la presencia de Guisa en Francia, quien ordenó al Duque de Nevers iniciar una ofensiva de distracción contra los Países Bajos mientras el se dirigía a la conquista de Calais, la última posesión inglesa importante en el norte de Francia. Tras solo siete días de asedio, las tropas inglesas se rindieron y entregaron la ciudad a Guisa. La facilidad con la que se rindió lapoblación, no en vano, ha hecho sospechar tradicionalmente a los historiadores que los defensores habían pactado entregar la ciudad con el único pretexto de desprestigiar a la Reina María Tudor, que estaba casada con Felipe II y por ello aliada con España.

La caballería de Egmont se estrella

Ciertamente, la pérdida de Calais sacudió los pilares de la Monarquía inglesa y, en términos tácticos, dejó el flanco derecho, la costa de Flandes, a merced de los franceses. Fue entonces cuando ambos ejércitos pusieron sus ojos en Gravelinas, una posición clave en la entrada occidental a Flandes que fue rápidamente reforzada con tropas españolas y valonas. Mientras Guisa siguió atacando las posesiones inglesas en Francia y el Duque de Nevers lanzaba nuevas acciones de distracción, Paul de Thermes –gobernador galo de Calais– avanzó sin marcaje al frente de 12.000 infantes (entre ellos 4.000 mercenarios gascones y 5.500 mercenarios alemanes), 1.200 jinetes ligeros, 500 gendarmes (caballería pesada) y 300 arcabuceros a caballo, por la costa arrasando las poblaciones que encontró en dirección a Flandes. Al toparse con Gravelinas, Thermes ordenó en un primer momento asediar la plaza, pero, al percatarse de que estaba mejor defendida de lo esperado, se limitó a bloquear la ciudad con una pequeña fuerza y siguió avanzando con el grueso del ejército.

Comprometido en diversos frentes, Felipe II levantó con los escasos recursos económicos todavía a su disposición un ejército a contrarreloj para hacer frente a la tercera incursión francesa. El vencedor en San Quintín, Manuel Filiberto de Saboya «Cabeza de Hierro», estaba ocupado siguiendo los movimientos del Duque de Guisa, que se encontraba inmerso en un amago de motín por parte de los mercenarios alemanes, y la responsabilidad de encabezar el nuevo ejército cayó en el experimentado Lamoral Egmont, primo de Felipe II por parte de madre y miembro asiduo de su Corte. Las razones que avalaban la elección de Egmont pasaban por su brillante actuación al frente de la caballería imperial en la batalla de San Quintín, donde el veterano general ganó la partida a los poderosos gendarmes franceses a través de incisivas y rápidas cargas. No obstante, también tenía una importante desventaja: Egmont mantenía una fe ciega, para muchos caduca, en los principios caballerescos. Conforme avanzaba el siglo XVI, se hizo cada vez más patente, salvo para él, que aquellos ideales eran un estorbo para el desarrollo de la actividad militar moderna, donde la pólvora deslucía el intercambio de acero.

Las ordenes portadas por Egmont se limitaban inicialmente a hostigar la retaguardia francesa pero sin entablar un enfrentamiento directo con fuerzas que se suponían más poderosas que la amalgama reunida por los españoles: 500 herreruelos (caballería con pistolas), 2.000 jinetes flamencos, 500 reitres alemanes, 1.000 infantes españole, 2.000 milicianos alistados en las localidades cercanas, 7.500 mercenarios alemanes y 2.000 infantes flamencos y valones. La oportunidad apareció sobre la marcha. Tras atacar Neuport, las tropas francesas creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar de camino Gravelinas, probablemente al estimar que se habían alejado demasiado de su línea de abastecimiento y, en parte, porque la salud de Thermes–paralizado de las cuatro extremidades por la gota– recomendaba mostrar cautela. Esta vez sí, el movimiento en falso de los franceses fue aprovechado por los españoles. En una decisión más propia de un caballero andante que de un general, el Conde de Egmont abandonó los bagajes y las máquinas de guerra para cortar a tiempo el paso francés.

Sorprendido por la temeraria maniobra de Egmont, Paul de Thermes, que terminaría ese día bajo cautiverio español, se vio atrapado entre el río Aa y el ejército enemigo. La batalla era inevitable y los franceses buscaron sacar provecho de sus escasas ventajas: su artillería se encontraba intacta y los bagajes que cargaban les sirvieron como trincheras para su flanco izquierdo. Por su parte, el Conde de Egmont –incómodo con cada segundo ocioso– se arrojó en los primeros compases al frente de su caballería pesada sobre el centro francés. La carga chocó con estrépito contra la artillería, los arcabuceros y los propios gendarmes franceses. Lo que tanto había padecido el Reino de Francia durante el siglo XVI, el decrépito de lo caballería pesada, lo sufrió por una vez el Imperio español a causa del osado mando del último caballero medieval de Europa. Pero una vez más en aquel siglo, el desatino de la caballería fue cubierto por la intervención de la disciplinada infantería.

Los arcabuceros de Carvajal rompen el empate

La caballería de Egmont se vio obligada a retroceder atravesando los cuadros de infantería francesa y a reorganizarse tras ellos. Calculando posible la victoria, la caballería pesada gala se empecinó en perseguir a Egmont pero terminó compartiendo su mismo destino al estrellarse contra la infantería mercenaria. «El día es nuestro», se permitió gritar Egmont cuando consiguió reorganizar su fuerza de jinetes. Paul de Thermes decidió entonces que era el turno de que toda la infantería avanzara, con tan mala fortuna que acabó trabada con la caballería pesada francesa que huía de forma desordenada en ese momento. Una vez confrontadas las infanterías, la batalla pareció sumida en una lenta sangría sin que ninguno de los bandos fuera capaz de decidir el vencedor, sobre todo en las posiciones dominadas por los mercenarios alemanes, que se mostraron poco dispuestos a matarse entre sí. La contienda solo cambió de color cuando el capitán Luis de Carvajal –situado en el flanco derecho español– ordenó a una compañía de 200 arcabuceros colarse por el costado enemigo con la intención de disparar desde la línea de carruajes que protegía el campamento francés. Los españoles abrieron fuego sobre la retaguardia francesa buscando poner en fuga al grueso de la infantería.

Pero el golpe de gracia a los franceses lo causaron los cañonazos de una flotilla –probablemente la flota guipuzcoana, aunque las fuentes anglosajonas defienden que eran barcos ingleses– que apareció por sorpresa en la espalda gala. Todo la línea enemiga se vino a bajo y Egmont fue incapaz de frenar el sucesivo baño de sangre. Sin escapatoria y con el océano a la espalda, el número de bajas francesas fue muy elevado. La población local, afín al Imperio español, se recreó en la persecución con más de 7.000 muertos franceses. El mariscal Thermes –herido en la cabeza–, Jean de Monchy, el barón Jean de Annebaut y otra decena de nobles salvaron su vida solo con su rendición. Ahora sí, el día era de Egmont.

La victoria de las Gravelinas reportó grandes recompensas a Egmont. A pesar de su temeraria estrategia, su capacidad de rehacerse le otorgó la gratitud del Rey. No obstante, la primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior, el Duque de Saboya. De perder la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y con gran probabilidad habría perdido Flandes. Por el contrario, la brillante locura de Egmont había cambiado definitivamente el curso de la guerra y Enrique II –sin opciones de oponerse– ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis.

El Rey recompensó a Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois, en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles de un país al borde de estallar en protestas religiosas. La postura de Egmont, como la de Felipe de Montmorency, Conde de Hornes, en las encendidas peticiones a Felipe II para que rebajara la persecución religiosa sigue siendo motivo de polémica. Desde el principio ambos nobles se alinearon –sin alcanzar la virulencia de Guillermo de Orange– en contra de la implantación de la inquisición en los Países Bajos y contra el que consideraban máximo instigador de dicha medida, el Cardenal Granvela, obispo de Arrás. En 1560, Egmont y Orange renunciaron a sus cargos en el Ejercito Imperial y exigieron la salida del país de los soldados de nacionalidad española.

La ejecución del héroe del Imperio

Sin excederse en sus quejas, Lamoral Egmont viajó en representación de la nobleza local hasta España para explicar su postura. En 1565, Felipe II le recibió en Madrid y fingió escuchar su petición por un cambio en la política religiosa en los Países Bajos. En resumen, se limitaron a entretenerle durante meses con falsas promesas y hacerle creer que sus gestiones estaban dando resultado. A su regreso a Flandes, el noble vendió las negociaciones con el Rey como fructíferas. Sin embargo, poco había conseguido más que advertir al Rey de que los tenidos por moderados incurrían en posturas inadmisibles desde su punto de vista.

Al frente de un gran ejército, el Duque de Alba se desplazó en 1566 a los Países Bajos con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los tres líderes más visibles de la rebelión. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el Conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El Duque de Alba era hombre severo e inquebrantable, pero siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, y el noble castellano profesaba gran admiración por el conde, a pesar de la caduca ideología militar que representaba.

Con todo, las primeras palabras del castellano, producto de su humor amargo o, quizá, del largo viaje, han pasado a la historia de lo macabro: «Veis aquí un gran hereje». Fernando Álvarez de Toledo consiguió pasar aquellas palabras por una broma, simplemente, poco adecuada, pero en secreto aguardaba poner en marcha cuanto antes las órdenes del Rey. Así, el 9 de septiembre de 1566 invitó a Egmont y Hornes a un banquete en nombre del hijo de Alba, el Prior Hernando, que terminó con el capitán español Sancho Dávila deteniendo a los dos nobles católicos. Ambos fueron encarcelados en celdas separadas y, tras encontrar pruebas de rebelión contra la Corona en sus correspondencias con Guillermo de Orange, fueron decapitados en el Mercado de caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante.

En términos políticos, la ejecución de Lamoral Egmont fue una decisión funesta. Enardeció los ánimos de la población moderada y puso sobre la mesa el cómo se gastaban las gratitudes españolas. Por mucho que hubiera levantado la voz, el noble católico no alcanzaba el grado de rebelde, ni de traidor, ni mucho menos de hereje. Ante un conflicto militar abierto se antojaba rocambolesco que Egmont se hubiera alzado del lado de los calvinistas. Felipe II, además, debió advertir que la guerra en los Países Bajos iba a requerir concesiones para captar a los católicos moderados como Egmont. De hecho, el error provocó que hasta muchos años después los nobles católicos no se convencieran de que, efectivamente, el enemigo no era el Rey español. Hubo que esperar a la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes para encontrar a valones sirviendo diligentemente al Imperio Español contra la auténtico hidra de las mil cabezas, Holanda.

El día que cayó San Quintín y Felipe II se ganó el apodo de Rey Prudente


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  • Aunque la gran victoria se produjo el 10 de agosto de 1557, la ciudad no pudo ser tomada hasta el día 27, hoy hace 456 años

El día que cayó San Quintín y Felipe II se ganó el apodo de Rey Prudente

abc | Vista del sitio de San Quintín, capital de la Picardía, en 1557

La batalla de San Quintín fue célebre por muchos motivos. Fue uno de los más grandes enfrentamientos españoles contra el ejército de Francia que dio al entonces bisoño Rey Felipe II una victoria decisiva. Tan decisiva como la posterior de Lepanto. Como es sabido, la batalla se decantó del lado español el 10 de agosto de 1557, día de san Lorenzo, por lo que el joven Rey mandó construir su palacio de El Escorial con forma de Parrilla, en honor al santo del día de aquella gran victoria.

Pero incluso las grandes victorias tienen flecos. Y San Quintín los tuvo, igual que había tenido un complicado prólogo con la alianza del Papa Pablo IV y el Rey francés Enrique II. Nada había sido fácil, y menos lo fue la toma de la ciudad después de la batalla. San Quintín dominaba desde una colina una zona de más de dos leguas, y su parte sur suroeste estaba inundada aquellos días por algunos pantanos y el río Somme.

El sitio que los españoles plantaron a la guarnición francesa se dilató aún 17 largos días, en los que la artillería no dejó de castigar y quebrar sus muros. Hasta el día 27 de agosto no fue debelada.

Añagazas

Aquel primer periodo del reinado de Felipe II estuvo lleno de añagazas. Por un lado, el Papa facilitó la entrada de las tropas francesas en sus territorios de Italia en cuanto tuvo noticia de la alianza con Enrique II, que ansiaba conquistar el Milanesado y por encima de todo expulsar a los españoles de Nápoles. Pero el duque de Alba rechazó la operación francesa con tal eficacia que el Sumo Pontífice quedó aislado. Como al Papa guerrero no le gustara esa nueva situación, decidió excomulgar al Rey Católico.

Felipe II acudió a Bruselas a principios de agosto, adónde llegó un ejército enorme de 60.000 soldados españoles, flamencos e ingleses, que además recibía apoyo de 17.000 jinetes y la atronadora voz de 80 piezas de artillería. Lo mandaba el duque de Saboya, que se había pasado al servicio de la Corona española tras ser despojado del ducado saboyano por el francés.

Las añagazas puestas en marcha por los españoles resultaron más efectivas. Un movimiento de distracción hizo pensar a los mandos franceses que el objetivo era Champaña y luego Guisa. Llegó a amenazar dicha plaza con un asedio y los franceses se tragaron el farol, enviando un gran contingente de tropas. Solo entonces, los españoles desviaron la lucha a San Quintin, capital de Picardía y llave estratégica del norte de Francia. Desde luego el duque de Saboya hizo con sus planes honor al nombre de esta región francesa.

En San Quintín solo había unos centenares de soldados, pero entre el río, la laguna y los muros aún tenía una poderosa defensa. El 2 de agosto las compañías españolas comandados por Julián Romero y Candolenet se apoderaron del arrabal de la isla con gran determinación, salvando los fosos y baterías defensivos. La respuesta francesa fue enviar con prontitud extrema al almirante Gaspar de Coligny al mando de un contingente de socorro formado por apenas 500 hombres que logró introducirse en la ciudad durante la noche del 3 de agosto.

Detrás venía el ejército francés al completo, con unos 22.000 infantes, 8.000 jinetes y 18 cañones, bajo las órdenes del condestable De Montmorency (tío de Coligny) y su hermano Andelot. Este trató de entrar también en la ciudad junto a 4.500 soldados, pero no lo consiguió, sino que cayó en una emboscada.

Del desprecio a la imprudencia y la derrota

Es sabido lo que ocurrió el 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo. Montmorency expuso su avance a la posibilidad de una maniobra envolvente, en parte porque despreciaba tanto al duque de Saboya que nunca pensó que le tomase la delantera de ese modo. No hizo caso de quien le advirtió del peligro y gracias a su ciega soberbia los españoles pudieran cruzar el río por el puente de Rouvroy y sorprender a su ejército en mitad de la maniobra de despliegue.

Rodeado por los cuatro costados, Montmorency poco pudo hacer contra los españoles que destrozaron sus filas con ráfagas de arcabuz mientras las alas caían con ímpetu imparable sobre el ejército francés. Fue una carnicería y ni siquiera Montmorency pudo evitar ser capturado por un soldado de caballería, apellidado Sedano, de la compañía de don Enrique Manrique, que recibió 10.000 ducados en premio de su acción. Aunque tuvo que repartirlos con el capitán Valenzuela, que fue quien dio el grito de «Cautivo»·

Las noticias vuelan

Felipe II recibe la noticia el día 11 en Cambray y el 13 acude al campamento a felicitar al duque de Saboya. Pero aquel día se ganó a pulso el calificativo de Rey Prudente. Era la primera victoria desde que empuñaba el cetro y el entusiasmo de sus fieles le impulsaban a marchar sobre París. Pero él no quiso manchar la victoria con una campaña dudosa ni, por supuesto, dejar San Quintín en retaguardia aún en manos de franceses. Así que se centró en celebrar la fortuna de su reinado con la construcción de El Escorial en honor a San Lorenzo y ordenó que se tomase la plaza.

Brechas en la muralla

Durante los días previos a la batalla se había llegado a abrir una gran brecha tras la explosión de un polvorín adosado a la muralla, pero el fuego y el humo habían sido tales que no dejaron a los sitiadores ver las posibilidades que la explosión les abría. Además, los sitiados repararon y mejoraron la muralla por aquel punto. Pero de nada les iba a servir.

Solo resistieron hasta el 27 de agosto, cuando se produjo un asalto general desde el sur, este y norte. Columnas española, flamenca e inglesa aprovecharon varias brechas abiertas por la artillería en la muralla. No tiene tanto mérito para la historia militar, pero fue la acción que cerró la operación. La batalla se había ganado por la inteligencia y el genio militar del duque de Saboya. La toma fue un epílogo sangriento.

La mayor parte de los sitiados acabaron pasados a cuchilllo y el almirante Coligny fue capturado junto con varios nobles. Felipe II dejó una guarnición de cuatro mil hombres bajo el mando del conde de Abresfem.

Al año siguiente, el 13 de julio, las tropas españolas volvieron a vencer a las francesas en la batalla de Gravelinas, lo que apresuró al Rey francés a firmar una paz honrosa, la de Cateau-Cambrésis en 1559.