La batalla olvidada que pudo cambiar la historia: cuando Franco casi muere frente a cientos de rifeños


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  • El 29 de junio de 1916, el futuro Jefe de Estado participó como capitán en la toma de El Biutz. Tras cargar en primera línea fue gravemente herido. Los médicos le daban por muerto, pero resistió

Hace poco más de 100 años, Francisco Franco (entonces un capitán de Regulares casi recién llegado a Marruecos) empezó a ganarse su fama de hombre con suerte. De tener a sus espaldas «baraka» (como afirmaban los nativos). Una especie de fortuna que le impedía ser dañado por nadie. Aquel «toque divino» fue llevado a examen en multitud de ocasiones.

Sin embargo, la más destacada fue la batalla de El Biutz (sucedida entre el 28 y el 29 de junio de 1916 cerca de Ceuta). Una contienda en la que «Franquito» (como le llamaban algunos de sus oficiales superiores debido a su estatura) sobrevivió a pesar de que una bala rifeña le provocó una herida -a primera vista letal- en el bajo vientre mientras encabezaba una carga a bayoneta contra el enemigo.

Hacia Marruecos

Franco, el mismo hombre que había logrado unos precarios resultados en la Academia Militar de Toledo (se graduó en el puesto 251 de los 312 oficiales que componían la 14 promoción), partió de la tierra que le había visto nacer (El Ferrol, donde su casa todavía se conserva) el 14 de febrero de 1912. El día de los enamorados. Tres jornadas después comenzó su aventura en Marruecos cuando, ya en tierra, recibió la orden de personarse en el Regimiento África número 68. El segundo teniente estaba exultante. La posibilidad de ascender en el escalafón militar en una guerra que resarciera a España de la pérdida de las colonias (Cuba y Filipinas habían sido abandonas hacía poco menos de dos décadas) le enardecía.

Sus sentimientos no los compartían todos los más de 16.000 combatientes que se dejaron allí la sangre y la vida. Muchos de ellos, jóvenes que no tenían el dinero suficiente para librarse (mediante las conocidas «cuotas») de pisar la arena de Marruecos. Una vez en su destino, Franco no tardó en entrar en batalla con los rifeños de Abd el-Krim, el mismo líder que -unos años después- aniquilaría a miles de españoles en Annual.

«Franco entró en fuego el 19 de marzo en Ymeyaten al tomar parte de un reconocimiento ofensivo», explica Carlos Fernández Santander en «El general Franco, un dictador en un tiempo de infamia». A partir de ese momento participó en una infinidad de operaciones en lugares que, a día de hoy, suenan tan lejanos como Ras Medua, Taddud y Tatuid. Unas regiones que, para bien o para mal, sí que eran populares durante aquellos años para los ciudadanos de la Península.

El 13 de junio de ese mismo fue ascendido a primer teniente por antigüedad (o escalafón). Fue el único que recibió de esta guisa. El resto, por el contrario, los merecería por sus méritos en el campo de batalla. Un año después ya era bastante conocido entre la tropa y sus superiores. Prueba de ello es que, allá por el 25 de junio de 1913, el general Dámaso Berenguer (mandamás de los fuerzas regulares indígenas en Melilla) se quedó boquiabierto cuando le vio combatir. «¡Qué bien avanza esta sección! ¿Quién la manda?» (preguntó); la respuesta fue a la vez laudatoria e hiriente: «El teniente “Franquito”». Su escasa altura y la voz de pito, que todavía le perseguían.

A la popularidad de Franco tampoco le ayudaba demasiado el negarse a visitar los prostíbulos que tanto pisaban sus compañeros (algo que le habían inculcado en casa desde que era «rapaz», como se dice por el norte). Por el contrario, el teniente pasaba sus ratos libres escribiendo a un amorío con el que se intercambiaba algunas frases emotivas y -según afirman algunas fuentes- también leyendo sobre el ámbito castrense. Algo que niegan algunos historiadores como Fernández Santander.

Pero aquello nada tenía que ver con la forma de desenvolverse en el campo de batalla. Ejemplo de esto es que, en marzo de 1915, fue ascendido a capitán por los combates acaecidos anteriormente en Beni Salem (Tetuán). Una región en la que, junto al apoyo de los jinetes españoles, desalojó por las bravas de sus posiciones a unos tiradores rifeños que andaban dando más de un dolor de cabeza a sus compañeros.

Por entonces, y según señala el historiador Paul Preston en su obra «Franco (Edición revisada)», el ya capitán se estaba ganando «una reputación de oficial de campo meticuloso y bien preparado, interesado en logística, en abastecer sus unidades, en trazar mapas y en la seguridad del campamento».A su vez, en aquellos años también se ganó fama de inquebrantable e imperturbable ante el fuego rifeño.

Pero no solo eso. También se empezó a generalizar la idea entre sus enemigos de que el militar andaba sobrado de… «baraka» (un toque «divino» que le hacía indemne a las balas de los marroquíes). Y puede que sí pues, como explica Andrés Rueda en «Franco, el ascenso al poder de un dictador», «durante los 32 meses de permanencia [de Franco] en Regulares de Melilla, hubo 35 bajas entre los 41 oficiales».

Planificación

En 1915 sus logros aumentaron todavía más. Como explica Fernández Santander en su obra, en abril se le entregó el mando de una compañía del tercer Tabor de Fueras Regulares Indígenas en Melilla, «el 21 de septiembre se le concedió la tercera cruz al mérito militar con distintivo rojo por su actuación en Beni Osmar» y, poco después (allá por diciembre), una junta de oficiales le nombró cajero de campaña. Un trabajo de despacho que, según afirma Luis de Galinsoga en su obra «Centinela de Occidente», debía simultanear con sus labores en el campo de batalla «arrastrando las consiguientes incomodidades».

En esas andaba Franco cuando -en 1916- se le ordenó participar junto a su unidad en una arriesgada operación para asegurar las comunicaciones entre las ciudades de Tetuán y Tánger (separadas entre sí apenas por 60 kilómetros). Por junio, más concretamente, los mandos se percataron de que los rifeños andaban aglomerándose en varias colinas ubicadas cerca de Ceuta.

«El principal punto de apoyo de las guerrillas se encontraba a unos diez kilómetros al oeste de la ciudad, en el pueblo de El Biutz, situado sobre la cima desde la que se dominaba la carretera de Ceuta a Tetuán», explica Preston. Tomar aquellas posiciones no era cosa precisamente de reclutas. No en vano, los rifeños habían creado alrededor una línea de trincheras defendida por combatientes armados con ametralladoras y fusiles (y bien ubicados en sus respectivos nidos de tirador, todo hay que decirlo).

A pesar de todo, los mandos no lo dudaron: había que tomar la posición para que los molestos enemigos no cortasen las comunicaciones entre los rojigualdos. Pero amigo, tocaba tirar de arrestos y genio español. No ya por la cantidad de enemigos que guardaban la llamada «loma de las trincheras» (de la cabila de Anyera), sino porque el terreno no era demasiado apto para llevar a cabo una carga a bayoneta. Al fin y al cabo, y según se explica en la revista «España en sus héroes» (número de 1969, «El Buitz, capitán Franco herido de muerte») el territorio era «muy áspero», contaba con unos senderos en los que había que avanzar en fila india, y el enemigo se ubicaba en la zona más alta (lo que hacía que los asaltantes pudieran ser tiroteados desde la loma mientras ascendían penosamente por la ladera).

El plan de ataque lo ideó el alto comisario y general en jefe Francisco Gómez Jordana con su Estado Mayor. Este estableció que las tropas españolas atacarían partiendo desde cuatro puntos diferentes:

1-Cuatro columnas desde Ceuta cuyo mando supremo correría a cargo de Milans del Bosch.

a-1ª Columna: Al mando del general Martínez Anido.

b-2ª Columna: Al mando del coronel Génova.

c-3ª Columna: Al mando del general Sánchez Manjón.

d-4ª Columna (en reserva): Al mando del coronel Martínez Perales.

2-Una columna al mando del general Barrera partiría desde Larache con el objetivo de en el suroeste de Anyera.

3-Una columna al mando del general Ayala partiría desde Tetuán con el objetivo de llegar hasta Malalien.

4-Una columna al mando de teniente coronel Cabanellas partiría desde Fondak con el objetivo de operar al sur de la cabila (entre Tetuán y Ceuta).

Comienza la lucha

En la noche del 28 al 29 de junio de 1916, las tropas tomaron posiciones para llevar a cabo el ataque contra los rifeños. Era victoria o muerte. Franco ocupó su puesto en el Segundo Tabor de Regulares (formado por tres compañías), el encargado de encabezar el ataque. El capitán conocía de sobra el penoso terreno por el que subirían los españoles y la ingente cantidad de cartuchos que se les clavarían entre pecho y espalda antes siquiera de poner un pie en el que, a la postre, sería el verdadero campo de batalla. Pintaban bastos, la verdad. A eso de las tres de la mañana, se dio la orden de atacar. Había comenzado la contienda.

«Franco era un oficial que tenía muchas bajas en su tropa. No cedía ante una orden superior de conquistar tal cota»

Tal y como explica la revista «España en sus héroes», una de las compañías de aquel Tabor -la del capitán Palacios (o «Palacio», según señala José María Zavala en «Franco con franqueza»)- fue una de las primeras en empezar a ascender por el territorio y, como es lógico, también una de las que más bajas sufrió. «La compañía del capitán Palacios está detenida por un nutrido fuego. Caen oficiales y soldados. El suelo está cubierto de turbantes y “chichías”, que esmaltan la verde gaba». Como se había vaticinado, el avance era sumamente dificultoso a través de ese territorio, algo que convertía a los soldados del Ejército Español en patos de feria que podían ser disparados fácilmente desde las alturas.Por si fueran pocas desgracias, una bala salida de un fusil rifeño acabó, al poco tiempo, con la actuación del capitán Palacios en la toma de El Biutz. Este tuvo que ser retirado en camilla por la gravedad de sus heridas. Franco, en mitad de aquel desastre, no vio más solución que tomar él mismo el mando de la compañía huérfana de mandos y dirigirla (junto a sus propios hombres) hacia la cota Ain Yir. La cima de la colina, para entendernos. Todo ello, bajo un intensísimo tiroteo en que, al poco tiempo, cayó también el oficial que ostentaba el mando conjunto del Tabor: el comandante (coronel, según afirma Zavala en su obra) Muñoz Güi.

Al asalto

Franco, como era habitual en él, no estaba dispuesto a ordenar retirada, así que dirigió el ataque contra la «colina de las trincheras». Aquella posición infernal desde la que llovía un letal y desproporcionado torrente de fuego. Él iba en cabeza. «Franco era un oficial que tenía muchas bajas en su tropa. No cedía ante una orden superior de conquistar tal cota, aunque casi siempre la conseguía a costa de muchas bajas», explica Antonio Rueda Román en «Franco, el ascenso al poder de un dictador». A su vez, son a día de hoy varios los expertos que afirman que nuestro protagonista siempre estaba ansioso por probar su valía en combate.

Aquellos momentos de caos fueron aprovechados por los rifeños para tratar de envolver a las tropas españolas (avanzar por su flanco y atacarlas en un terrible fuego cruzado desde la retaguardia). Fue en ese momento cuando Franco tomó la decisión de lanzar un ataque frontal contra los defensores marroquíes. «El capitán Franco, que advierte la peligrosa situación de aquella fuerza, resuelve que un asalto muy rápido podría resolver la crisis», se explica en la revista especializada de los años 60. Tras observar cuidadosamante el lugar idóneo para hacer la carga con sus tropas, el capitán ordenó el avance en masa. «La compañía de Franco corona la loma. Entonces, los cabileños se repliegan un poco y se guarecen en una segunda línea de resistencia», se señala en el texto.

Ávido de sangre, y emocionado por el combate, Franco volvió a ordenar acabar con la resistencia de los rifeños. Y no solo eso, sino que se dispuso a dirigir él mismo el último envite -a bayoneta calada- contra la posición.

Sin embargo, en ese momento se sucedió su particular desastre. Una situación que es narrada de forma diferente por cada historiador. Al parecer, todo ocurrió tras ver caer fulminado a un compañero indígena, Franco recogió entonces el fusil del fallecido y se dispuso a disparar… pero no se percató de que no estaba a cubierto. «Para los tiradores de enfrente el blanco es seguro», se explica en «España en sus héroes». Instantáneamente, un enemigo apretó el gatillo de su arma y la bala cruzó el cielo de Marruecos, clavándose directamente en el capitán.

Herida terminal

¿Dónde recibió la herida el capitán Franco? A día de hoy, esta es una pregunta que sigue causando controversia a nivel histórico. La versión más extendida es que el impacto le dañó «el vientre». Algo que (como se explica en el libro de Zavala) suscribe su hermana Pilar: «En África, muchos años antes, el futuro Caudillo fue herido gravemente. La bala hizo un agujero limpio en el vientre y salió por la espalda rozando la columna vertebral». Esta idea es suscrita por Paul Preston quien, en su obra mencionada, es partidario de que Franco recibió un disparo «en el estómago».

«He visto pasar la muerte a mi lado muchas veces pero, por fortuna, no me ha reconocido»

Sin embargo, actualmente se baraja que el cartucho le impactó realmente en el bajo vientre. ¿Cómo es posible que se haya generalizado la idea del estómago? En palabras de Rueda Román, todo se debió a que se le hizo en aquellos días, presuntamente, una radiografía que corroboraba esta teoría.Algo imposible, para el autor: «Consultados dos médicos militares, que desean permanecer en el anonimato, conocedores de Marruecos y que estuvieron en distintas épocas de Francisco Franco, lo ven imposible porque en aquel año los servicios médicos militares de Ceuta no contaban con aparatos de rayos X. Así es que queda descartada la posibilidad de que sea verdadera la radiografía publicada. Pero hay más: esa radiografía ha desaparecido e incluso hay un argumento en contra de la veracidad de dicha radiografía. Suponiendo que se hubiera realizado, habría quedado archivada por poco tiempo en el hospital, ya que se trataba de una radiografía más entre otras, de uno de tantos heridos, porque en aquel tiempo nadie podía pensar que aquel capitán de regulares sería veinte años más tarde Jefe del Estado español».

Muerto en vida

De forma independiente al lugar exacto en el que recibiera el balazo, lo cierto es que el capitán Franco cayó a plomo sobre la arena. Todos le daban entonces por muerto. Pero fue recogido, según Zavala, por un «moro» llamado «El Ducali», quien cargó con él mientras varios soldados rodeaban al futuro Jefe del Estado para evitar que fuese impactado de nuevo por los disparos enemigos.

En aquellos momentos el capitán respiraba terriblemente mal y nadie pensaba en su recuperación. Según parece, él también. Por eso, mandó llamar a uno de los oficiales a su cargo para entregarle 20.000 pesetas que llevaba encima. Era el dinero que, como cajero en campaña, llevaba en los bolsillos para pagar puntualmente a la tropa.

Mientras todo aquello ocurría los españoles, avivados por el valor de aquel capitán, tomaron la posición de El Biutz. Esa misma noche, en el informe del combate se hizo referencia al «arrojo incomparable del capitán Franco, a sus dotes de mando y a la energía desplegada en combate». Una última alabanza para un moribundo cuya vida, según todos, tocaba a su fin.

A pesar de todo, Franco fue trasladado al campamento Kudia Federico, donde pasó dos semanas sin irse (para asombro de la mayoría) al otro mundo. Los médicos se negaron en ese tiempo a llevarle hasta Ceuta, pues consideraban que hacerlo provocaría su muerte. Durante ese tiempo, el capitán llegó a pedir a un sacerdote que le confesara para presentarse ante Dios limpio de pecados.

Sin embargo, el destino quiso que, el 15 de julio, Franco se hubiese recuperado lo suficiente para ser trasladado al hospital militar de Ceuta. Allí se determinó que la bala no había tocado, de forma sorprendente, ningún órgano vital. El capitán salvó aquella prueba del destino. Algo que hizo válida la frase que repitió en más de una ocasión: «He visto pasar la muerte a mi lado muchas veces pero, por fortuna, no me ha reconocido». Sobrevivió.

En base a la heroicidad mostrada en el asalto, el Alto Comisionario de Marruecos, el general Francisco Gómez Jordana recomendó a Franco para un ascenso y para ser galardonado con la preciada Cruz Laureada de San Fernando. El Ministerio de Guerra se opuso a ambas propuestas. La primera, por su escasa edad (23 años). El entonces capitán apeló la decisión, pero aquello no le sirvió para nada. Con todo, si obtuvo la Cruz de Primera Clase de María Cristina.

Esta herida también dio lugar a otra leyenda: la que afirmaba que Franco se había convertido en un impotente sexual debido al balazo. Algo que ha sido negado por historiadores como Preston: «La situación de la herida también dio origen a especulaciones sobre la aparente falta de interés de Franco en materia sexual. El escaso testimonio médico disponible no permite semejante interpretación». Ramón Garriga, autor de varias biografías del personaje, iba más allá: «En el caso que nos interesa se ha hablado de que la gravísima herida sufrida por el general en 1916, en el abdómen, y que puso seriamente en peligro su vida, lo había dejado incapacitado para tener hijos. Al parecer todo era normal en el acto de realizar el acto sexual, pero algo fallaba en el líquido seminal que impedía que la operación terminara con un feliz engendramiento».

El desconocido atentado contra Franco que pudo cambiar el curso de la historia


ABC.es

  • La guerrilla berciana trató de acabar con el Caudillo en Ponferrada en el año 1949
Milwaukee Sentinel A la izquierda, el relato de los hechos en el Milwaukee Sentinel del 6 de agosto de 1949; a la derecha, Francisco Franco durante el acto al que había asistido previamente

Milwaukee Sentinel | A la izquierda, el relato de los hechos en el Milwaukee Sentinel del 6 de agosto de 1949; a la derecha, Francisco Franco durante el acto al que había asistido previamente

Francisco Franco fue jefe de Estado en España desde el final de la Guerra Civil hasta 1975. Durante sus cuatro décadas en el poder no fueron pocas las ocasiones en las que sufrió atentados que intentaron acabar con su vida, todos ellos terminados en fracaso. Sobre la mayor parte tenemos abundante documentación; pero hay uno que ha permanecido casi en secreto hasta hace apenas unos meses, quizá uno de los que más cerca estuvo de alcanzar su objetivo. Sucedió en Ponferrada en 1949.

No fue un medio español, sino uno estadounidense, quien dio cuenta de los hechos. El «Milwaukee Sentinel» del 6 de agosto de 1949, ejemplar disponible en los archivos de Google, publicó los pormenores de un atentado ocurrido en Ponferrada pocos días antes, el 28 de julio. El Caudillo había visitado la capital berciana para inaugurar una central térmica en Compostilla; y según este diario, «uno o más hombres armados dispararon hasta tres veces al automóvil que le transportaba a San Sebastián».

El ABC del 29 de julio informa sobre la visita a Ponferrada de Francisco Franco. Sin embargo, ningún periódico español de la época publicó ni una sola referencia al incidente acontecido cuando el jefe de Estado se disponía a abandonar la ciudad. Es muy probable que este silencio encuentre explicación, precisamente, en la gravedad de los hechos. La gran mayoría de atentados contra Franco fueron abortados antes de llegar a ejecutarse; y tal vez el gobernante temió mostrar debilidad si se daba a conocer uno que sí se había consumado, por más que no hubiese tenido éxito.

Tal como recordó iLeon.com el pasado 5 de marzo, conocemos más detalles sobre este caso gracias a las investigaciones de Santiago Macías. En su obra «El monte o la muerte» incluye la portada de un periódico en español editado en Nueva York, un hallazgo con el que topó por casualidad en el Archivo Militar con sede en Ferrol. Es el «España Libre», vigente en Estados Unidos entre 1939 y 1977 y con una línea editorial claramente contraria al régimen franquista.

En su edición del 12 de agosto de 1949, «España Libre» abre su portada con un enorme titular: «Guerrilleros del Bierzo tirotean a Franco». La noticia asegura que Franco no fue herido por viajar en un Mercedes 770 Pullman Limousine blindado «que Hitler le regaló durante la guerra», pero también apunta que la guerrilla sí consiguió «alguna baja en la comitiva y la escolta de la Guardia Civil de Franco». Ni esto ni la identidad de los tiradores ha podido ser confirmada. Lo único que sabemos es que la historia de España pudo haber cambiado en Ponferrada aquel verano de 1949.

Los Schindler mexicanos


El País

  • La actividad de cuatro diplomáticos fue crucial para salvar la vida a miles de republicanos españoles

Republicano español en uno de los barcos que llegaron a México. / ACERVO HISTÓRICO DIPLOMÁTICO

La generosidad sin precedentes del presidente Lázaro Cárdenas con los republicanos españoles no hubiera sido posible sin el talento y el esfuerzo de un grupo de intelectuales y diplomáticos mexicanos que, superando unas circunstancias políticas extraordinariamente difíciles, lograron que unos 20.000 refugiados encontraran la libertad y una nueva patria en este país. De figuras como Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas, pero sobre todo de Luis I. Rodríguez, Gilberto Bosques, Isidro Fabela y Narciso Bassols bien puede decirse una vez más que nunca tan pocos salvaron a tantos.

Su actividad diplomática durante la posguerra española y la II Guerra Mundial tiene todos los ingredientes de una novela de aventuras. Luis I. Rodríguez, embajador mexicano en Francia entre julio y diciembre de 1940, cumplió con creces la orden de Cárdenas de lograr que el Gobierno de Vichy permitiera a México “acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia”, la mayoría de ellos internados en campos de concentración.

A primera hora de la tarde del lunes 8 de julio de ese año, Rodríguez llegaba en su Buick al Hôtel du Parc donde sería recibido por el mariscal Pétain. Durante media hora los dos hombres, “él sentado en una butaca y yo al borde de su lecho”, como relató el diplomático en las notas de su diario, discutieron el caso de los exiliados españoles:

-“¿Por qué esa noble intención –me dijo- que tiende a favorecer a gente indeseable?”

-“Le suplico la interprete usted, señor mariscal, como un ferviente deseo de beneficiar y amparar a elementos que llevan nuestra sangre y nuestro espíritu”.

Al final, el mariscal accedió y un convenio firmado el 22 de agosto hizo posible la reanudación del embarque de exiliados a México. Las virtudes y entrega del diplomático mexicano superarían a lo largo de aquellos meses tremendas dificultades como la falta de transporte y recursos económicos, la división entre los republicanos españoles, las dudas sobre la conveniencia de la medida en el interior del propio Gobierno mexicano, la indignación de la derecha de este país ante la llegada de miles de “rojos” y la animadversión de la prensa francesa. Le Petit Journal de Marsella celebraría el acuerdo, en un artículo publicado el 3 de septiembre de 1940, con estas palabras: “Buen viaje, señores, háganse colgar en otra parte”. Y días más tarde en Le Journal, Max Massot firmaba un reportaje sobre los campos de concentración, que comenzaba así: “Los despojos del Ejército español van a salir de Francia (…) huéspedes indeseables, soldados inútiles.

La acción de Luis I. Rodríguez fue también crucial para sacar del territorio francés a Juan Negrín, dar protección jurídica a Luis Nicolau d’Olwer, exministro de Hacienda y exgobernador del Banco de España y enterrar con dignidad a Manuel Azaña.

Aquella mañana del martes 5 de noviembre de 1940, el prefecto de Montauban quiso impedir la presencia de españoles en el cortejo y enterrar al último presidente de la II Republica con la bandera de Franco. Rodríguez se enfrentó a él, negándose a semejante “blasfemia”, y al no poder hacerlo con la republicana, desafío al representante de las autoridades francesas con estas palabras: “Lo cubrirá con orgullo la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes una dolorosa lección”.

En 1973, Luis I. Rodríguez, de quien Pablo Neruda escribió que tenía “algo de domador popular y algo de gran señor de la conciencia”, fue enterrado en México en un féretro cubierto con la bandera de la República española.

Otro gigante de la solidaridad internacional fue Gilberto Bosques, cónsul general de México en París en aquellos años, quien rescató a Max Aub del campo de concentración de Vernet y más tarde de otro del norte de África. Amigo de Negrín, a quien califica de “gran gourmet” en el libro Gilberto Bosques: el oficio del gran negociador, resumen de ocho entrevistas realizadas al diplomático por Graciela de Garay en los años ochenta, Bosques trasladó el consulado a Marsella tras la rendición de Francia. Allí se las ingenió para alquilar dos castillos que convirtió en residencias de asilo para los exiliados españoles. En el castillo de Reynarde se alojaron 850 refugiados de todas las profesiones y oficios. En el de Montgrand, 500 mujeres y niños. Bosques organizó la vida de los republicanos en esta especie de purgatorio antes de embarcarlos para México, vía Marsella o Casablanca, creando un servicio médico, una oficina jurídica, una escuela e incluso montando obras teatrales y competiciones deportivas.

La actividad de Bosques se complicaría tras la evacuación de refugiados judíos y la consiguiente ruptura de relaciones de México con el régimen de Vichy en noviembre de 1942. La legación fue asaltada por la Gestapo y las 43 personas que la integraban con el cónsul y su familia a la cabeza fueron detenidos y trasladados en febrero de 1943 a un hotel prisión de Bad Godesberg, en Alemania, donde permanecerían un año.

Una vez liberados, de regreso a México, Bosques sería nombrado embajador en Portugal tras el fin de la II Guerra Mundial. Allí continuaría la labor realizada en Francia. “Se me encargaría de auxiliar a los refugiados españoles que atravesaban la frontera de España y Portugal y eran capturados por la policía portuguesa para ser entregados a Franco. Regularmente su destino era el cadalso”.

Tras pasar por Suecia y Cuba, el diplomático se retiró de la vida pública en 1964 con la llegada a la presidencia mexicana de Gustavo Díaz Ordaz. “No quería verme en el caso de colaborar con ese señor”, se justificó.

Antes, Isidro Fabela y Narciso Bassols, se habían erigido, desde su posición de delegados de México en la Sociedad de Naciones, en defensores morales de la II República, denunciando en Ginebra la intervención de la Italia fascista y la Alemania nazi en la guerra civil española y la hipócrita neutralidad de las democracias. Con discursos y obras –Bassols sería embajador en Francia al comienzo de la crisis de los refugiados españoles en febrero de 1939- ambos articularían la iniciativa humanitaria de Cárdenas.

Fabela adoptaría dos huérfanos españoles y sería entre 1942 y 1945 gobernador del Estado de México donde formaría dentro del futuro PRI el influyente grupo de Atlacomulco, su pueblo natal y el mismo de Peña Nieto. Bassols rompería con Cárdenas tras acoger este a Trotsky y en 1944 sería nombrado embajador en la URSS. Pero eso ya son otras historias. Sus acciones, junto con las de Rodríguez y Bosques, no solo salvaron la vida a miles de españoles. Consagraron el derecho de asilo como una actitud internacional de México.

Crueldad bajo palio


El País

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Franco organizó la Guerra Civil para derribar la República. Una vez logrado su objetivo usó el poder para ensañarse con sus adversarios. Un grupo de historiadores analizan los gestos y la personalidad de un dictador cuya crueldad alcanzó, entre otros, la protección del palio.

Franco. La crueldad

Por ÁNGEL VIÑAS

Hay aspectos en Franco que no dejan de sorprenderme. Su capacidad de actuar jugando con todas sus cartas contra su pecho. Su cautela llevada al límite. Su sabio aprovechamiento de la coyuntura, en su provecho. La falta de pudor con que pocos días más tarde se autopresentó ante Hitler como el cabecilla de la sublevación. O la forma en que engañó como chinos a los agentes del SIM italianos. Su total desprecio por la vida humana. Una anécdota, que me contó hace años un testigo, uno de los emisarios que envió a Hitler, se me ha quedado grabada. Un oficial se presentó a Franco para ver si podía conseguir que se perdonara a dos chavalas que habían usado mosquetones contra los sublevados. La respuesta de Franco fue glacial: ya conoce usted las órdenes. Ejecútelas. El oficial salió temblando. No todos eran killers. Pero las chicas no se salvaron.

Carecía de fibra moral. No había sido un genio en la política, en la milicia, en la economía o en la formación técnica. Su capacidad para la traición. La sublevación la reacondicionó de tal manera que los deseos de los monárquicos que confiaban en él se quedaron en agua de borrajas. La inversión en terror que promovió, incluso por medios que chocan en comparación con la Italia mussoliniana y el Tercer Reich, fue el legado sangriento que ha dejado en la historia de España.

Ángel Viñas es historiador, autor de La conspiración del general Franco.

EL llorón

Por PAUL PRESTON

Aunque implacablemente cruel con sus enemigos y fríamente distante con sus subordinados, era de lágrima fácil. Las limitaciones emocionales de su infancia se reflejaban en la madurez en un profundo sentido de privación y la consiguiente autocompasión: lloró el día de su primera comunión; lloraba al hablar de Alfonso XIII; lloraba cuando hablaba de la ayuda recibida de Portugal, Italia y Alemania durante la guerra. En las pruebas de su encuentro con Hitler se veía que sus ojos empapados le brillaban de emoción. Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar la vergüenza de Pétain cuando tuvo que pedir el armisticio, olvidando cómo él mismo había intentado explotar la debilidad francesa para ocupar parte del imperio francés en el norte de África. Franco estaba embargado de emoción durante la visita de Eisenhower y lloró en el banquete que se dio en el palacio de Oriente visiblemente conmovido por estar en términos de familiaridad con el presidente de EE UU. Se emocionó el día que recibió un doctorado honorífico de la Pontificia de Salamanca. Tal emoción contrastaba con la frialdad con que contemplaba masivas sentencias de muerte. Y la llorosa gratitud por la ayuda portuguesa durante la guerra no le impidió acariciar la idea de una anexión de Portugal para una España más grande.

El tono de resentimiento y de lástima de sí mismo fue una de las fuerzas motivadoras que le condujeron a la grandeza. Numerosas anécdotas de su vida evocan al chiquillo oprimido que debió de ser: un día en Alcañiz durante la guerra, al ver a sus oficiales tomando un aperitivo, salió de su cuartel y dijo en voz quejica a uno de sus generales: “¿Es que yo no puedo tomar una copa?”. Sólido comilón, se quejó un día ante su guiso de carne favorito, “como soy el jefe del Estado, me ponen el ragú con mucha carne, y resulta que a mí también me gustan mucho las patatas”. Se sentía a gusto sintiéndose privado. La autocompasión se veía en muchos de sus discursos, pero quizás el ejemplo más llamativo fue el 7 de marzo de 1946 en el Museo del Ejército. Hablando de la hostilidad internacional, aseguró: “Nosotros somos a los que menos puede sorprender, pues jamás se nos habló de otra cosa que de sacrificios e incomodidades, de austeridad y largas vigilias, de servicios y de centinelas. Pero en este servicio, a vosotros os corresponde alguna vez el descanso, y a mí no; yo soy el centinela que nunca es relevado, el que recibe los telegramas ingratos y dicta las soluciones; el que vigila mientras los demás duermen”.

Paul Preston, catedrático en la London School of Economics, es autor de El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco.

El saludo blando

Por JOAN MARIA THOMAS

Las imágenes saludando vistiendo uniforme del Ejército con los añadidos de cuello azul y boina roja fueron muy corrientes a lo largo de su régimen. Tal multicoloridad representaba los tres sectores que nutrieron el bando rebelde en la Guerra Civil: militares, falangistas y carlistas. Al primero pertenecía el llamado Caudillo y de los demás se incautó el 19 de abril de 1937, vía promulgación de un Decreto de Unificación que creó el partido único Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Un partido fascista en el que los camisas viejas aceptaron participar creyendo que Franco y su consejero Serrano Súñerconstruirían un auténtico Estado fascista. Pero no lo hicieron, sino un régimen representativo de los rebeldes y sus apoyos civiles, bajo la jefatura indiscutible y (casi) eterna del dictador. La progresiva castración del sueño falangista no fue demasiado cruenta, y cuando se vio lo que en realidad se pretendía, tan solo unos pocos falangistas dimitieron (como Ridruejo en 1942). La triunfante Falange de Franco quedaría para siempre. Ni más ni menos que hasta abril de 1977, cuando se disolvió por decreto, tras cambiar de nombre y llamarse Movimiento. Sus militantes disfrutarían durante años de empleos, sinecuras, pisos e influencias, aún soñando unos pocos de ellos en una “revolución pendiente” que nunca llegó. En realidad se convirtieron en el apoyo civil más incondicional de Franco, ya que a él y solo a él todo se lo debían. El poco enérgico saludo del Caudillo ejemplifica su versión del fascismo. Blando. Nada terso, como gustaban de decir nuestros fascistas.

Joan Maria Thomas es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universitat Rovira i Virgili. Autor de Los fascismos españoles.

Franco, la voz y el carisma

Por JULIÁN CASANOVA

Los déspotas modernos dedicaron mucha atención a la construcción de su imagen pública, al cuidado del estilo y de la pose en los discursos y apariciones públicas. Si hubiese que concretar en un caso histórico el “tipo ideal” de “autoridad carismática” que teorizó Max Weber, ese sería Hitler. El liderazgo de Franco tuvo, por el contrario, poco de carismático y para ejercerlo no necesitó de la dramatización. Ni de la voz. Era atiplada y sonaba casi infantil, poco agradable. Nunca empleaba una entonación variada y sus discursos eran monótonos y aburridos. ¿Para qué quería una dicción clara, armónica o limpia, una voz que transmitiera credibilidad y seguridad? Franco no conquistó el poder dirigiendo un partido de masas, ni nunca tuvo que convencer a los votantes. Llegó al mando supremo a través de las armas y después ya se encargó la Iglesia de moldear su imagen de “gran católico cruzado”. Era el elegido por la divina providencia para guiar a los españoles por el buen camino. Pese a su voz atiplada y poco enérgica.

Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, es autor de República y Guerra Civil.

La sonrisa de Franco

Por ISMAEL SAZ

En 1937, Franco era casi todo. Pero le faltaba algo para ser como los grandes caudillos fascistas Hitler y Mussolini, genuinos caudillos populares, dotados de todos los elementos que, se supone, configuran el carisma. Ni por sus orígenes sociales, ni por su trayectoria política, ni por su capacidad de comunicación, ni por su figura corporal, ni por su voz atiplada Franco parecía dar la talla del auténtico caudillo fascista. Lo constató pronto el primer embajador de la Italia fascista en España, Roberto Cantalupo. Ante unas masas entregadas al grito de “¡Franco, Franco, Franco!”, el caudillo “fue incapaz de decir algo a la gente que le aplaudía y esperaba una arenga… se había vuelto frío, vidrioso y femenino”. Todo un problema en la Europa fascista y carismática.

Muchos franquistas pusieron manos a la obra y encontraron la solución, la sonrisa. Como dijo Giménez Caballero, Franco no tenía “la mirada y la forma de emproar la mandíbula” de Mussolini, o el “aire entre marcial y popular, entre doctoral y solemne” de Hitler, pero tenía la sonrisa, y esta le confería una “ternura paternal y maternal a la vez”. “Capitán de la sonrisa blanca”; de la sonrisa gentil y natural, aroma de optimismo y rúbrica de victoria; sonrisa resplandeciente que transmitía “fe y amor”, escribió Manuel Machado; sonrisa “como una rosa en flor” ofrecida por un hada maravillosa a un recién nacido Franco, compuso Pemán.

Convertido por mor de su sonrisa en pacificador y reconciliador de los españoles, amado por ellos, de los que podía ser padre y madre a la vez, la imagen del Franco sonriente parecía haber dado con la clave de aquel quantum de carisma que le faltaba. La estrategia tuvo éxito. Sin embargo, era una sonrisa extraña. Tras ella había un cerebro “calculador, frío y metódico” que sabía esperar y decidir en el momento oportuno, se dijo en la prensa de la época. Buena percepción sin duda, como lo sería aquella otra de Samuel Ros cuando hablaba del “acento más firme de la sonrisa que una veces dibujan sus labios y otras veces ocultan sus labios”. Grandes virtudes para los franquistas que esto escribían, pero fundados motivos de inquietud para los que no lo eran.

Ismael Saz es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València. Autor de Fascismo y franquismo.

El cuerpo de Franco

Por ENRIQUE MORADIELLOS

El cuerpo de Franco sufrió unos cambios considerables a lo largo de su vida adulta. En el caso de Franco, esa transformación de su fisonomía externa dejó patente tres grandes momentos: 1. El joven oficial de pequeña estatura (1,64 metros), acusada delgadez, rostro aniñado y barbilampiño y voz fina y atiplada. 2. El maduro general victorioso y omnipotente de los años cuarenta, con porte más soberbio y altanero, apreciable tendencia a la gordura y marcado sobrepeso. 3. El anciano dictador de los primeros años setenta, enfermo y tembloroso, con notoria rigidez corporal y facial y un hilo de voz apenas audible y bisbiseante. La primera imagen corporal descrita corresponde a su etapa de joven oficial “africanista” de Infantería de ligeros aires románticos que se curte con valor en las artes marciales en una cruenta guerra colonial en el Protectorado de Marruecos. La segunda imagen, antológica del primer franquismo, es la propia de un temible “Caudillo de la Victoria” que ha vencido en una guerra civil fratricida y levanta sobre su triunfo un régimen de dictadura caudillista con plenos poderes y sin fecha de caducidad. La tercera imagen evidencia la decrepitud física de un anciano débil y vulnerable que oficiaba como severo y anacrónico patriarca de una España irreconocible para su generación y cada vez más compleja y conflictiva.

Enrique Moradiellos, historiador, es autor de La España de Franco. Política y sociedad.

La niña de sus ojos

Por VICENTE SÁNCHEZ-BIOSCA

La mirada de Franco carecía de la electricidad de Hitler, del exceso de Mussolini, de la opacidad de Stalin. Su adustez quizá encarnara la severidad castrense, su desprecio por la seducción. Cuentan que los soldados a los que mandaba la temían por implacable, pero esta no quedó, que yo sepa, impresa jamás. La que circuló se fue haciendo más y más impenetrable. Hay una foto de Franco que perfora mis noches. Un grupo de jerarcas del régimen sale de una gala: los ministros Iturmendi y Barroso flanquean al matrimonio. La esposa luce su collar de perlas y recoge púdicamente su vestido largo. El Caudillo, ya orondo, luce sus laureles en su traje de gala. Carmen Polo sonríe con compostura; el resto vacila entre una alegría moderada y la tediosa etiqueta. En cambio, los ojos de Franco se tuercen respeto al eje de la fotografía y su mirada de reojo taladra a alguien situado apenas un paso fuera del encuadre. El gesto no estaba previsto y escapó probablemente a quien la difundió. Pero creo percibir en ella, agazapada, la mirada fulminante evocada por aquellos legionarios de antaño y presiento que si fuera capaz de entender esta mirada, habría penetrado el sentido de toda una época.

Vicente Sánchez-Biosca es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Valencia. Autor de Imágenes en migración: iconos de la Guerra Civil.

La representación

Por ZIRA BOX

El dictador emergió simbólicamente de la guerra alzado a la tribuna de los vencedores. Franco presidía triunfal el desfile de la Victoria. Era el 19 de mayo de 1939 y la imagen, aquella que le mostraba como el invicto Caudillo ganador de la guerra, se iba a convertir en una omnipresente reproducción a lo largo de los años posteriores. Casi nada fue dejado a la improvisación. En el caso de los cuadros, el cuerpo de Franco se idealizó y adelgazó, y en el de las fotografías, se iluminó y retocó. Su rostro casi siempre lució serio y severo, sereno y grave, a tono con los tiempos que acontecían. Se le esculpió a caballo, emulando a los guerreros clásicos; se le mostró de pie, con pose aristocrática. Y se le sentó, como si de un monarca se tratara. Su represtación fue cambiando al ritmo de la propia dictadura. Así, su exhibición comenzó con el Caudillo militar para que después, y de forma progresiva, fuera apareciendo el hombre político, el estadista que también reconstruía la paz. El paso de los años hizo que primase su parte humana: el gobernante aficionado al campo, la caza o la pesca, junto al hombre familiar, el padre que se convertiría en un abuelo gustoso de rodearse de sus nietos. Al final, el otrora triunfal Caudillo y general se trocó en anciano: una descontextualizada reproducción de un hombrecillo delgado y avejentado dentro de un país que, por aquel entonces, ansiaba ya por abrir las ventanas a la libertad y la modernidad.

Zira Box es profesora de Historia del Pensamiento Político de la UNED, autora deEspaña, año cero.

Bajo palio

Por GIULIANA DI FEBO

Durante su dictadura Franco fue el centro de ceremonias y ritos destinados a subrayar su condición de enviado de la Providencia. El modelo ritual fue inaugurado en diciembre de 1937 con motivo de la jura en Burgos del I Consejo Nacional de Falange. La ceremonia se desarrolló en el monasterio de Santa María de las Huelgas. Fue un rito de fundación del Nuevo Estado nacionalcatólico y de celebración de Franco como “Caudillo supremo”. Las fuerzas del Ejército desplegadas en vistosa parada, la Falange llegada de los frentes de combate, el paso de las tropas marroquíes y la escolta mora. Franco entraba en la iglesia para oír misa mientras el órgano tocaba el Te Deum laudamus. Ya en la sala Capitular, sentado en un trono con dosel de damasco rojo, después de haber jurado sobre los Evangelios ante el cardenal Gomá su fidelidad a España y a Falange, asistió al desfile y a la jura de los consejeros. La ceremonia ilustraba la sacralidad del pacto entre Franco y una jerarquía eclesiástica garante de la reciprocidad del vínculo entre las instituciones del régimen. Era la primera etapa de un proceso que culminó en la ceremonia de la ofrenda de la espada de la Victoria en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid en 1939. El “generalísimo” se dirigía hacia la iglesia saludado por blancas palmas que añadían a la escena un toque bíblico. Se acercaba al altar caminando bajo palio, una modalidad litúrgica reservada a los reyes, a los obispos y al Santísimo Sacramento. Después de una solemne ceremonia evocadora de ritos medievales, depositaba su espada gloriosa. La Ofrenda concluyó con la bendición de Gomá y un abrazo entre los dos. Salvas de artillería y repiques de campana festejaron la aparición en la plaza de un “generalísimo” que “no pudo contener el llanto”, pero ya consagrado “Caudillo por la gracia de Dios”.

Giuliana Di Febo, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Roma. Autora de Ritos de guerra y de victoria en la España franquista.

Atado y bien atado

Por SANTOS JULIÁ

Fue en el cerro de Garabitas en mayo de 1962. Para responder a las embestidas contra la patria la Hermandad de Alféreces Provisionales convocó una gran concentración en este sagrado lugar de su memoria histórica. La guerra no terminó en la victoria, dijo Franco, y quienes torpemente especulaban con sus años debían saber que se sentía joven y que detrás de él “todo quedará bien atado y garantizado por la voluntad de los españoles y por la guardia fiel e insuperable de nuestros ejércitos”. Nuestra obra, terminó diciendo, es el mandato de nuestros muertos.

Pero no sería hasta el 22 de julio de 1969, ante las Cortes, convocadas para aprobar la ley que declaraba al príncipe Juan Carlos de Borbón heredero a título de rey, cuando encontró la fórmula definitiva. De nuevo, la memoria de la guerra y el recuerdo de los muertos. Lo que hacemos hoy, añadió, no es una restauración, es una instauración. Y cuando “mi Capitanía llegue a faltaros la decisión que hoy vamos a tomar contribuirá a que todo quede atado y bien atado para el futuro”. Habían pasado 30 años del fin de la guerra y así quedaba instaurada la Monarquía del Movimiento Nacional. Dueño del tiempo y de la memoria, Franco se sintió aquel día como Dios, alfa y omega de la historia.

Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, es autor de La violencia política en la España del siglo XX.

Franco como obsesión

Por JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

Vivimos, en los últimos lustros de la dictadura, cosas extraordinarias, nunca vistas. Carreteras atascadas (término nuevo), hasta donde alcanzaba la vista. Un atardecer, en una de aquellas situaciones inéditas, me asaltó la sospecha de que Franco se hubiera muerto. Podía ser un síntoma de que el edificio se colapsaba. Y el colapso tenía que comenzar por la desaparición de la piedra angular, que era él, el padre incoloro y silencioso, pequeñito, de voz atiplada, casi inaudible, pero a la vez omnipresente, conocedor de todo y causa de todo. Cuando muera, repetíamos, porque algún día tendrá que morir. Pero era hablar por hablar porque, en el fondo, nadie se lo creía. Nuestras vidas eran inimaginables sin aquella referencia a la que odiar y temer, a la que culpar de todo. En nuestras primeras discusiones políticas, le habíamos disculpado: había enchufes y chabolas, sí, pero solo porque él no se enteraba, porque estaba rodeado de gentes que le ocultaban la realidad para aprovecharse. Pasamos más tarde a maldecirle, a culparle de todo. De lo que no podíamos hacernos a la idea es de que un día, de verdad, viviríamos sin aquella losa encima.

José Álvarez Junco, catedrático de Historia de la Universidad Complutense, es autor de Mater dolorosa.