Museo Carlos de Amberes


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  • El nuevo Museo de la Fundación Carlos de Amberes rinde homenaje a los grandes maestros flamencos y holandeses
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‘Fiesta de Nuestra Señora del Bosque’ (1616), de Denis Van Alsloot.

Resulta llamativo que la pieza más importante del nuevo Museo Carlos de Amberes haya estado siempre en el mismo lugar donde hoy podemos contemplarla: en la parcela que un ciudadano flamenco donó en 1594 para construir una institución destinada a atender a viajeros de las Diecisiete Provincias de los Países Bajos. El Hospital de San Andrés de los Flamencos daría paso en 1988 a la Fundación Carlos de Amberes, y desde entonces El martirio de San Andrés (1638-1639) de Rubens, la obra a la que nos referimos, ha presidido la antigua capilla del edificio.

Desde luego, este impresionante lienzo encargado por el Hospital a mediados del siglo XVII es un inmejorable núcleo para este museo que, en tiempos de saturación expositiva, apuesta por una experiencia concentrada y de dimensiones humanas.

Entre sus muros, un selecto conjunto de pinturas y tapices reúne a algunos de los grandes nombres de la pintura flamenca y holandesa de los siglos XVI y XVII. Esta colección permanente, llamada Maestros flamencos y holandeses, ha surgido del esfuerzo de instituciones como el Real Museo de Bellas Artes de Amberes (que ha cedido 21 pinturas) o el Museo del Prado, prestador de una decena de cuadros. Sin embargo, poco hay de provisional en un recorrido diseñado para dar cabida a géneros muy diferentes y para privilegiar la confrontación directa con los cuadros sustituyendo las cartelas por un catálogo muy detallado.

‘Margarita de Austria’ (1519-1529), de Bernard Van Orley.

El recorrido podría empezar con la creación más antigua de la colección, un retrato de Margarita de Austria firmado por Van Orley entre 1519 y 1529. Comparte estancia con lienzos tan valiosos como los dedicados a los Archiduques Alberto e Isabel, ambos pintados en 1615 por Rubens, responsable de los retratos, y por Jan Brueghel el Viejo, que se encargó de reproducir, al fondo de los mismos, las residencias veraniegas de los aristócratas. Van Dyck firma a su vez un imponente y tenebroso Retrato ecuestre de Cornelis de Wael (1622-1627), con influencia de Rubens, así como la elegante efigie de Policena Spinola, marquesa de Leganés, de la misma fecha.

En la segunda sala, dedicada a las imágenes mitológicas y religiosas, sobresalen los nombres de Rubens, Jacob Jordaens y Michaelina Wautier, uno de los contados casos de pintoras cuyo nombre logró sobresalir en un entorno mayoritariamente masculino. De ella se exponen dos pinturas (Retrato de una joven, 1655, y Santa Inés y Santa Dorotea, sin fechar) que demuestran su talento como retratista y su aguda visión. Junto a estas obras, un monumental tapiz de más de cinco metros de largo atribuido a Jan Van Roome subraya la excelencia de este tipo de piezas durante el siglo XVI. Evoca un episodio de la Eneida y pertenece a una serie de tapices que fue de Felipe II y que, salvo éste, ha desaparecido por completo.

La tercera sala es la más evocadora, porque fue en el tratamiento de temas cotidianos y burgueses donde los pintores flamencos mostraron mayor libertad y creatividad. Hay escenas costumbristas de David Teniers II, detallados bodegones y una extraordinaria pintura de temática animal ejecutada por Jan Fyt, Cisnes en el agua. En la misma estancia, en un espacio dedicado a pequeñas exposiciones temporales, se puede ver ahora una exquisita serie de 11 grabados de Rembrandt dedicados al desnudo. Que no engañe su reducido tamaño: al igual que sucede con este museo, ofrecen una ocasión única para ejercitar dos capacidades -la contemplación y la observación- tan necesarias como infravaloradas en nuestros días.