La fallida alianza entre Inglaterra y España que pudo cambiar la historia de Europa


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El Príncipe de Gales viajó de incógnito a España en 1623 para conocer a la que iba a ser su esposa, la hermana de Felipe IV. El fracaso de las negociaciones dio paso a una guerra entre ambos reinos donde se impuso claramente la Monarquía Hispánica

La fallida alianza entre Inglaterra y España que pudo cambiar la historia de Europa

Wikipedia | Las delegaciones española e inglesa en la Conferencia de Somerset House, llamada también Tratado de Londres

Salvo el encarnizado enfrentamiento entre la España de Felipe II y la Inglaterra de Isabel I, las relaciones políticas entre ambos países fueron sorprendentemente amistosas durante los siglos XVI y XVII, aquellos en los que se mantuvo la hegemonía de la Monarquía Hispánica. Poco después de la llegada de Felipe IV al trono, se intentó consolidar una alianza en firme a través del matrimonio entre el Príncipe de Gales y una Infanta de España, que hubiera cambiado radicalmente la historia de Europa. Sin embargo, las fallidas negociaciones condujeron dos años después a una guerra entre ambas potencias, donde España se impuso de forma clara, que marcó el inicio del fin de Carlos I de Inglaterra.

El Imperio Español e Inglaterra, entonces una potencia de segundo orden, tuvieron en común a principios de la Edad Moderna su enemistad con el Reino de Francia. La remota Guerra de los Cien Años todavía mantenía abiertas heridas entre los dos países vecinos, lo cual fue aprovechado por los Reyes Católicos y posteriormente Carlos I de España para estrechar lazos con Enrique VIII. Aunque la alianza vivió episodios de tensión, sobre todo a raiz del divorcio entre el Rey de Inglaterra y Catalina de Aragón, sobrevivió hasta que la muerte de María Tudor, esposa de Felipe II de España, llevó al trono a una enconada enemiga del Imperio: Isabel I de Inglaterra, «la Reina Virgen».

Es durante este periodo, a finales del siglo XVI, cuando las relaciones entre ambos países vivieron su máximo antagonismo. Hasta el punto de que Felipe II decidió enviar una flota para derrocar a la Reina y restaurar el Catolicismo en las islas, en lo que fue bautizado posteriormente con el nombre de «la Armada Invencible». En 1604, ya con ambos monarcas fallecidos, la guerra fue concluida en el Tratado de Londres. Y aunque el conflicto había comenzado con sonadas victorias inglesas, los sucesivos enfrentamientos se contaban en victorias españolas y, por tanto, las condiciones del tratado fueron favorables para Felipe III. Recuperaban así ambos países la vieja amistad que en el caso del Reino de Aragón se remontaba siglos atrás hasta la Guerra de los Cien años.

La promesa de Jacobo I de Inglaterra de no intervenir en los asuntos continentales de España, es decir, en la interminable guerra de Flandes, sirvió para mantener la paz durante casi 20 años. El conde de Gondomar, embajador de España en Londres desde 1613, se encargó durante ese tiempo de persuadir a Jacobo I para que no interviniera en la Guerra de los Treinta Años a favor de los protestantes. La buena sintonía entre ambos países se mantuvo a la muerte de Felipe III, e incluso se intentó ampliar con un matrimonio entre el Príncipe de Gales, Carlos Estuardo, y la hermana de Felipe IV, Doña María de Austria.

Paradójicamente, fue la llegada por sorpresa del Príncipe de Gales y el duque de Buckingham a Madrid lo que devolvió el aliento a las negociaciones, justo cuando la idea parecía disiparse entre las miles de propuestas diplomáticas que se amontonaban en El Escorial. En un episodio histórico recogido por la saga literaria de «El Capitán Alatriste» de Arturo Pérez Reverte, dos extraños personajes acudieron la noche del 17 de marzo de 1623 a la residencia del embajador de Inglaterra en Madrid, situada en «La Casa de las Siete Chimeneas». El futuro Rey de Inglaterra, un joven que todavía desconocía el reverso de la política, había recorrido media Europa de incógnito para conocer a la que podía convertirse en su esposa.

La teología se cuela en las negociaciones

La noticia de la llegada del príncipe inglés saltó como la pólvora por las calles de Madrid. El Conde-Duque de Olivares –valido de Felipe IV– agasajó al invitado con una interminable ronda de festejos y muestras de amistad, pero en lo respectivo a las negociaciones no impulsó grandes avances. Los españoles exigían al futuro monarca que se convirtiera al catolicismo para casarse con la Infanta María, o, en su defecto, aceptaran las condiciones que desde Roma imponían para conceder una dispensa papal. Entre estas estaba la abolición de las leyes que perseguían a los católicos en las islas.

La mala relación personal entre el Conde-Duque de Olivares y el duque de Buckingham, el fiel consejero que acompañó al Monarca en su aventura, salieron a relucir durante las negociaciones, que quedaron supeditadas a la opinión de una junta de Teólogos. Tras reunirse durante varios meses, cuarenta teólogos dieron su autorización al matrimonio bajo la condición de que se aceptaran las exigencias de Roma.

A la comitiva inglesa todo el asunto de la Junta le pareció una pérdida de tiempo y consideró seriamente la posibilidad de regresar a casa. No en vano, Carlos Estuardo sorprendió de nuevo a todos cuando, empujado por su concepción romántica del matrimonio, aceptó el acuerdo. Las calles madrileñas lo celebraron con fuegos artificiales y hogueras. El 7 de septiembre, Carlos juró cumplir las condiciones; y Felipe IV, a su vez, accedió a que la pareja se dejara ver junta publicamente.

Nada tenían que ver, sin embargo, los juramentos y amoríos del príncipe con la auténtica temperatura de las negociaciones. El Conde-Duque de Olivares y Jacobo I cada vez veían más remoto el enlace, puesto que Inglaterra empezaba a sopesar decididamente las ventajas de su participación en la Guerra de los Treinta Años a favor de la causa protestante. De hecho, las negociaciones en este punto solo servían para mantener las apariencias y al joven monarca entretenido. Después de la enésima evasiva del gobierno español y de que la autorización papal no llegara nunca, incluso la determinación del príncipe inglés terminó por quebrarse e inició los preparativos de su marcha. Cuando todavía estaba en Segovia, el hijo de Jacobo I escribió a Felipe IV para trasmitirle que su compromiso seguía firme. Pero la carta nunca fue contestada.

La derrota inglesa de 1625

La alianza entre un imperio en decadencia y una potencia emergente, el caso de Inglaterra, habría reportado grandes beneficios a la Monarquía Hispánica y podría haber afectado al mapa geopolítico de Europa. Así, entrando en materia de los supuestos, Inglaterra podría haber proporcionado la cobertura militar que necesitaban las tropas españolas desplegadas en las posesiones de los Habsburgo en el norte de Europa, y la unión habría perjudicado comercialmente a la Francia del Cardenal Richelieu. Por el contrario, las fallidas negociaciones desembocaron pocos años después en una nueva guerra entre ambos países.

La guerra y el resentimiento fueron los únicos resultados tangibles que generaron los meses de negociación. A su vuelta a Inglaterra, Carlos Estuardo –sintiéndose víctima de un desplante amoroso– exigió a su padre que declarara la guerra contra España y que el Parlamento aprobara su unión matrimonial con la Princesa Enriqueta María de Francia, a la que Carlos había conocido en París durante el viaje. No obstante, tras la muerte de Jacobo I, la guerra contra España no dio los resultados esperados y, en 1625, un ataque naval contra Cádiz terminó con una estrepitosa derrota para Carlos, causándole el descrédito ante sus súbditos.

Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz en 1630 y a dar por finalizada su participación en la Guerra de Treinta Años. Los costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello desembocó en la célebre Guerra Civil inglesa de la década de 1640 que terminó con la ejecución de Carlos I.

El viaje de Carlos a Madrid, un rey recordado por ser un gran mecenas del arte, es considerado por los historiadores como determinante en su posterior interés por la pintura. Sus enormes gastos en arte también contribuyeron a su impopularidad.

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